Alberto Rojo
Sesión académica organizada conjuntamente por el Comité de Ciencia y Tecnología y el Comité de Cultura del CARI con la participación de Alberto Rojo, Profesor de Física en la Universidad de Oakland.
Sinopsis / Pareciera que la literatura y la ciencia sirven a divinidades contrarias: las emociones y la inteligencia. Sin embargo, las grandes obras literarias dirigen miradas profundas a la realidad y los grandes avances científicos redefinen los límites de la imaginación. Uno de los casos más enigmáticos de la literatura es "El Jardín de Senderos que se Bifurcan", donde Borges se anticipa de manera literal a la así llamada "Interpretación de los Muchos Mundos de la Física Cuántica", proponiendo, sin saberlo, una de las soluciones hoy parcialmente aceptadas a un problema aún irresuelto.
Alberto Rojo / Doctor en física egresado del Instituto Balseiro y actualmente es Profesor en la Oakland University. Además de destacarse como físico (uno de sus trabajos fue objeto de comentarios en el New York Times) el Dr. Rojo es un exitoso escritor de temas de divulgación científicas y también músico (es autor de grabaciones propias y en colaboración, con Mercedes Sosa entre otros). Su ensayo "El jardín de los mundos que se ramifican: Borges y la Mecánica Cuántica" es usado como texto de referencia en muchas universidades del mundo, fue ampliamente citado en libros de crítica literaria
viernes, 11 de septiembre de 2009
miércoles, 24 de junio de 2009
El movimiento de ojos y manos en tareas naturales
Diego Shalóm
Laboratorio de Neurociencia Integrativa
Departamento de Física, FCEyN, UBA
Una estrategia tradicionalmente utilizada para estudiar la percepción es presentar estímulos simples y artificiales como líneas o puntos, utilizando presentaciones breves de pocos milisegundos. Pero lo que es simple para el cerebro no necesariamente es "matemáticamente simple". El cerebro humano evolucionó en ambientes llenos de estímulos complejos, y adquirió la capacidad de analizarlos e interpretarlos de manera rápida y automática. Por este motivo, en los últimos años existe una tendencia hacia utilizar estímulos y tareas naturales y dinámicas, con presentaciones continuas, procurando capturar la complejidad y riqueza intrínsecas de las actividades humanas. Para el estudio de tareas naturales, el uso de videojuegos parece una opción ideal. Estos presentan una escena dinámica y controlada, en la que el sujeto debe tomar decisiones continuamente: qué es importante y qué no, qué mirar para ganar mayor información, cuándo y cuánto moverse. En esta charla presentaré los resultados de una versión del conocido juego "Arkanoid". Con una tarea tan sencilla como esta, con solamente tres objetos en una pantalla dinámica (base, pelota y un ladrillo), el movimiento observado de los ojos y las manos resulta sumamente informativo de la actividad cognitiva subyacente.
Laboratorio de Neurociencia Integrativa
Departamento de Física, FCEyN, UBA
Una estrategia tradicionalmente utilizada para estudiar la percepción es presentar estímulos simples y artificiales como líneas o puntos, utilizando presentaciones breves de pocos milisegundos. Pero lo que es simple para el cerebro no necesariamente es "matemáticamente simple". El cerebro humano evolucionó en ambientes llenos de estímulos complejos, y adquirió la capacidad de analizarlos e interpretarlos de manera rápida y automática. Por este motivo, en los últimos años existe una tendencia hacia utilizar estímulos y tareas naturales y dinámicas, con presentaciones continuas, procurando capturar la complejidad y riqueza intrínsecas de las actividades humanas. Para el estudio de tareas naturales, el uso de videojuegos parece una opción ideal. Estos presentan una escena dinámica y controlada, en la que el sujeto debe tomar decisiones continuamente: qué es importante y qué no, qué mirar para ganar mayor información, cuándo y cuánto moverse. En esta charla presentaré los resultados de una versión del conocido juego "Arkanoid". Con una tarea tan sencilla como esta, con solamente tres objetos en una pantalla dinámica (base, pelota y un ladrillo), el movimiento observado de los ojos y las manos resulta sumamente informativo de la actividad cognitiva subyacente.
jueves, 23 de abril de 2009
Antonio Millán-Puelles Feliz síntesis entre intuición y rigor científico
Antonio Millán-Puelles dejó un recuerdo imborrable entre sus discípulos, en parte como resultado de su extraordinaria y fecunda vida intelectual. Escudriñó la verdad de las cosas y la propuso con claridad y esplendor. De la profunda admiración que despertó en uno de sus discípulos, nació esta semblanza.
Hablar del profesor Millán-Puelles es hablar de filosofía. Toda su vida se enmarcó en el ideal del sabio, el que busca y ama el saber, con la conciencia de no acabar nunca de poseerlo en plenitud. Podemos describir su personalidad como la de un hombre entregado por entero al trabajo filosófico. Desde que, en sus años de estudiante, la lectura de las Logische Untersuchungen (Investigaciones lógicas), de E. Husserl, le arrancara de sus estudios de Medicina, que sólo llegó a comenzar. Su biografía intelectual es la de quien ha tenido como meta permanente la búsqueda de la verdad y el servicio abnegado a ella.
Es difícil encontrar unidos el rigor característico del pensamiento de tradición alemana con la agudeza intuitiva de raíz latina. Millán-Puelles logra una feliz síntesis de estas dos fuentes de su propio filosofar. Su profunda disciplina de pensamiento -tenazmente forjada con el método escolástico- no le hacía perder la expresividad y viveza de sus raíces andaluzas.
Dedicó un esfuerzo exhaustivo al estudio de los clásicos del pensamiento occidental; su dominio del aristotelismo, el tomismo, la tradición kantiana y la fenomenológica -cuyos textos leía en la lengua original con perfecta soltura- encuentra difícil parangón entre sus contemporáneos. Pero también dedicó muchas horas a leer los clásicos de la literatura universal, en especial los del Siglo de Oro español. Su castellano tenía la gracia de la expresión afortunada, justa, tantas veces paradójica.
La consistencia de su discurso, la envergadura de sus planteamientos y la penetrante profundidad de sus obsevaciones componen, junto con la elegancia de su expresión, un trabajo filosófica y literariamente cabal. Quizá un paradigma sea su libro La estructura de la subjetividad (1967, publicado en italiano en 1973), obra conocida como una de las aportaciones más elaboradas de la Antropología fenomenológica contemporánea, al tiempo que escrita con un cuidadosísimo castellano. Por su libro La función social de los saberes liberales mereció el Premio Nacional de Literatura (Ensayo) en 1960. Ç
La claridad era un compromiso esencial en su esfuerzo intelectual. Sus escritos distan de la lucubración abstracta y esotérica que algunos casi instintivamente adscriben al trabajo filosófico. Nada más lejano a su estilo, franco y abierto, de tesis nítidas con un discurso bien ensamblado. En sus escritos, en las lecciones magistrales, e incluso en la conversación informal sobre cuestiones de pensamiento, el lector, oyente o interlocutor tenía siempre la impresión de estar ante quien no tiene nada que ocultar, y mucho menos algo que aparentar.
En su obra escrita, Millán-Puelles no se dejaba seducir por modas pasajeras. En ningún caso, la preocupación «del momento», marcó sus investigaciones aunque en ocasiones se ocupó de temas que efectivamente eran de actualidad, pero no por su momentaneidad sino por el interés especulativo que suscitaban dentro de su propio itinerario intelectual.
Huyó tanto del ensayismo fácil como del especialismo. No es posible abrir una página suya sin encontrar temas esenciales abordados con un estilo a veces verdaderamente ascético, con una preocupación por la exactitud que a menudo le obligaba a pulir la terminología hasta el escrúpulo, pese a suavizar los pasajes más densos con la proverbial elegancia de su expresión.
Nunca dejaba un cabo suelto a una ambigüedad o una mala interpretación. Mientras no aclaraba perfectamente una cuestión no pasaba a la siguiente. Pero la minuciosidad de su argumentación tampoco ocultaba la envergadura y trascendencia de los planteamientos esenciales, que veía en toda su perspectiva, sin prisas, con serenidad y eficacia, paso a paso.
Pensamiento y estilo filosófico de un realismo no simplista ni dogmático: abierto al diálogo con la tradición viva, al contraste con las eternas cuestiones del pensamiento occidental, y al enriquecimiento con otras posturas alternativas sin caer en un sincretismo irenista. Su convicción más neta: la riqueza de lo real, que se deja entender y al mismo tiempo se sustrae, invitando siempre a profundizar y ampliar la investigación.
BRIOSO ITINERARIO INTELECTUAL
Desde la elaboración de su tesis doctoral, acerca de la teoría del ente ideal en Nicolai Hartmann, comienza a desvelarse una inquietud filosófica que no le abandonará y que le llevará a profundizar en los problemas esenciales de la fenomenología: la elucidación del ser de la conciencia humana y de su peculiar fecundidad para fingir irrealidades.
En La estructura de la subjetividad, uno de sus trabajos más conocidos, desarrolla un penetrante análisis fenomenológico de la intencionalidad de los actos de la conciencia humana y recoge algunas aportaciones sustantivas de su pensamiento filosófico y antropológico.
Pero los logros más relevantes de su investigación en este terreno se contienen en su obra sin duda más acabada, la Teoría del objeto puro (1990, publicada también en inglés en Heidelberg por la Franck Verlag, en 1996). Se trata de un verdadero monumento del pensamiento contemporáneo.
A raíz de su planteamiento sobre la esencia y los modos de lo irreal, hacen acto de presencia en este libro las cuestiones más esenciales de la ontología y la teoría metafísica del conocimiento. De una manera completamente original, Millán-Puelles muestra, a través del análisis de la objetualidad formalmente considerada, el gran reto que tiene por delante la investigación metafísica.
Si se entiende bien la analogía del ente y la enorme plasticidad del objeto material de la Metafísica -la más perfecta concreción epistemológica de la sabiduría natural- se ve claro que deba prolongarse, para alcanzar su complexión teorética, en una teoría del objeto puro. El autor recoge lo esencial del debate histórico precedente, pero lo profundiza, para obtener una panorámica mayor. En este sentido, la confrontación con los puntos más relevantes de la Teoría del Objeto tal como aparece propuesta en A. von Meinong, ofrece también la perspectiva necesaria para advertir que la investigación metafísica sobre el ente trascendental sólo ha tenido hasta ahora un desarrollo incipiente. Precisamente el proyecto que actualmente tiene en curso es el desarrollo de una lógica del ente trascendental.
La defensa del realismo metafísico que se lleva a cabo en la Teoría del objeto puro reviste un vigor y solidez que no se debe tanto a la refutación del idealismo -sin duda una de las más serias que se han propuesto- como al esfuerzo de fundamentación desde una perspectiva completamente original. Dicho esfuerzo también dio resultado en el terreno de la filosofía moral con la publicación de La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista (1994) y Ética y realismo (1996). El realismo práctico aquí propuesto ha de manifestarse en una ética cuyas normas sean practicables, por tener rigurosamente en cuenta al ser humano y sus inclinaciones naturales.
Frente a la visión de Nietzsche, la ética, precisamente por arraigar en una profunda y clara intelección de lo más humano del hombre, ha de estribar en una facilitación de su existencia, no en un conjunto de prescripciones delirantes que alienan al hombre de lo más genuino que hay en él.
Millán-Puelles muestra que el deber es una exigencia absoluta en cuanto a su forma, mientras que por su materia o contenido es relativo, ya al ser específico del hombre, ya a su ser individual y circunstanciado. Esta relatividad esencial de los deberes no puede interpretarse como un relativismo frente a lo que significa deber. La pregunta por el significado genérico del «deber» ha de llevarnos, si hablamos de ética, a la pregunta por «lo debido» en cada caso. Pero ambas cuestiones no son reductibles. En confundirlas estriba una de las especies de la llamada «falacia naturalista». Por el contrario, deducir el deber a partir del ser natural humano -que es lo que muchas veces se entiende como falacia naturalista- no sólo no es falaz sino estrictamente necesario para formular una ética realista, bien entendido que la realidad humana no se reduce a su mera facticidad.
Así, el realismo ético no se caracteriza tanto por rebajar la exigencia de lo que en cada caso significa estar obligado a algo -que siempre tiene un sentido absoluto- sino por establecer cada deber concreto en relación con el ser y la circunstancia humana. El autor critica con la misma fuerza, tanto el relativismo como el dogmatismo apriorístico del puro «deber por el deber». La variada circunstancia en que se desenvuelve el ser humano hace necesaria la relatividad -plasticidad, flexibilidad- de los deberes también a la situación.
Una ética realista, por tanto, ha de atender a la situación particular en que se encuentra el sujeto moral. Nada más lejos de ella que pretender uniformar la conducta humana. (E imposible calificar de realista semejante pretensión). Se trata, de una aportación llena de claridad, muy de agradecer ante la confusión del debate sobre la fundamentación de la moral.
Las cuestiones relativas a la Antropología filosófica forman uno de los núcleos de mayor interés del pensamiento de Millán-Puelles. En Economía y libertad (1974), uno de sus trabajos más elaborados, destaca una cuidadosa fenomenología de las necesidades humanas. Sobre el hombre y la sociedad (1976) recoge una antología de textos acerca de cuestiones de pensamiento antropológico y social; son pequeñas monografías y artículos periodísticos (durante una larga temporada frecuentó el autor la Tercera página de ABC). Destaca un pequeño y lúcido ensayo sobre la fundamentación teocéntrica de la dignidad de la persona humana. Otros versan sobre la naturaleza y la libertad, el historicismo y el relativismo, la libertad religiosa, la dignidad de la mujer, etcétera.
Su teoría de los modos de la libertad humana, que desarrolla en El valor de la libertad (1995), es una aportación sustantiva de su pensamiento. Bien pudiera, con Terencio, proclamar aquello de nihil humani a me alienum puto, pues nada hay más humano que la libertad. Un trabajo que no pretende una postiza neutralidad con un tema tan apasionante para el hombre de nuestros días. El autor consigue la mínima distancia crítica para hablar con seriedad, algo muy necesario en un asunto que tiende a seguir las modas antes que la razón. Este libro resulta esperanzador en tiempos en que la retórica y la buena apariencia es lo que realmente importa a la mayoría y en que la sofística vuelve a campar por sus respetos.
El interés por la verdad (1997) se estructura en dos partes -conocer la verdad y darla a conocer-acompañadas de una serie de consideraciones acerca de los aspectos éticos, del interés cognoscitivo y comunicativo. Aborda el autor asuntos como el valor de la teoría, la refutación del utilitarismo, la inteligibilidad de lo real, el relativismo y el escepticismo.
Su Lógica de los conceptos metafísicos es un trabajo muy detallado acerca de las propiedades de las nociones extracategoriales, en el que destaca un minucioso análisis del régimen lógico de los conceptos trascendentales. Aunque ya lo tenía avanzado, su salud le impidió terminar un libro sobre la inmortalidad del alma.
PROFESOR CLARO, PROFUNDO Y CON HUMOR
Una semblanza de la personalidad filosófica de don Antonio Millán-Puelles exige hablar de su trabajo docente. Además de ejercer la docencia, varios de sus libros tienen una intención explícitamente didáctica: Fundamentos de Filosofía, es el mejor y más conocido manual en castellano, con el que se han formado varias generaciones de filósofos y humanistas hispanos. Alcanzó la duodécima edición.
La formación de la personalidad humana, (cinco ediciones), recoge las principales aportaciones del autor en Filosofía de la Educación y el Léxico Filosófico (1984), instrumento utilísimo para sistematizar el saber filosófico de raíz más especulativa y gran auxiliar para los profesores de bachillerato.
Quienes tuvimos la suerte de recibir de viva voz su magisterio sabemos de su buen hacer y humanidad, de su estilo a la vez brillante para la materia y modesto para su propia persona, del alto nivel de exigencia que a sí mismo se imponía, por respeto a la filosofía y a los estudiantes, del cuidadoso empeño en buscar la claridad y suscitar la atención por lo verdaderamente interesante, recurriendo en ocasiones a una fina ironía y a su bien acendrado sentido del humor.
Era asiduo a ciertos recursos retóricos como los juegos de palabras, en los que gastaba un ingenio muy notable, pero sin hacer nunca concesiones que rebajaran la dignidad del trabajo docente.
Nunca quiso simplificar la filosofía. En su carrera docente, su esfuerzo no consistía en rebajarla para ponerla al alcance de los estudiantes, sino en habilitarlos para que llegaran a entenderla en profundidad. Fuera de la Universidad, en conferencias, coloquios, etcétera, y cuando no se dirigía a un público especialmente versado en estas cuestiones, los temas filosóficos adquirían un atractivo e interés capaz de entusiasmar a cualquiera.
La clave de su peculiar estilo docente, es la perfecta combinación entre claridad y profundidad. Con toda justicia le son aplicables sus propias palabras: «El dicho, no escasamente difundido, según el cual se dedican a la enseñanza quienes realmente no sirven para otra cosa, no tiene por fundamento ningún dato objetivo, y su origen debe buscarse únicamente en la lógica propia del utilitarismo» (El interés por la verdad).
Lo que de su personalidad más destacaba en clase era su entusiasmo por la filosofía y su coherencia de vida. Todos los que conocieron a don Antonio saben bien de su honradez intelectual, y quienes hemos frecuentado sus lecciones no hemos visto en él una sola concesión a un planteamiento extraño al interés por la verdad. Es patente, además, que vivía lo que decía y que se hacía cargo plenamente de todas las consecuencias, tanto teoréticas como prácticas, de los planteamientos que defendía.
No son estas palabras un elogio gratuito sino un sincero y creo que justísimo homenaje a quien, para mí, ha encarnado mejor, entre todos los filósofos que he conocido, los grandes ideales socráticos que dieron lugar al surgimiento del pensamiento en Occidente.
Perfil biográfico
Antonio Millán Puelles nació en Alcalá de los Gazules (Cádiz) en 1921.
Estudió Filosofía en Sevilla y Madrid y obtuvo Premio Extraordinario de licenciatura y doctorado.
Ganó una Cátedra de Bachillerato y a los 30 años fue Catedrático numerario de la Universidad Complutense de Madrid, con docencia en Fundamentos de Filosofía, Historia de los Sistemas Filosóficos y Filosofía de la Educación.
En 1976 pasó a Catedrático de Metafísica en la misma Universidad y Director del Departamento de Filosofía Fundamental de la antigua Facultad de Filosofía y Letras.
Fue Gastprofessor durante un semestre en una Universidad alemana (Mainz), Profesor Extraordinario de la Universidad de Navarra, Profesor visitante en la Universidad Panamericana (México), en la Universidad de Los Andes (Chile) y, durante una larga temporada, Profesor de Metafísica y Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Cuyo (Mendoza), por lo cual se le reconocieron servicios diplomáticos en la República Argentina (1953).
En 1960 recibió el Premio Nacional de Literatura (Ensayo), en 1966 el Premio Juan March de Investigación Filosófica, en 1976 el Premio Nacional de Investigación Filosófica y en 1996 el Premio Alétheia, concedido por la Academia Internacional de Filosofía de Liechtenstein. Se le concedió también la Gran Cruz al Mérito Civil y la de Alfonso X el Sabio.
Desde 1974 era académico de número de la Real de Ciencias Morales y Políticas. Fue Consejero del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Consejero Privado de D. Juan de Borbón, Miembro Honorario de las Universidades Argentinas, Socio de Honor de la Sociedad Mexicana de Filosofía, Consejero Cultural de la Fundación General Mediterránea, miembro de la Junta Directiva de la Sociedad Internacional de Fenomenología y Presidente de la Sociedad Española de Fenomenología, Patrono del Museo del Prado, Profesor de la Escuela Diplomática y Colaborador cultural de la Limmat Stiftung de Zürich (Suiza) y del Lindenthal Institut de Köln (Alemania). Publicó 20 libros, un centenar de artículos y monografías científicas, prólogos y traducciones. Sus trabajos y colaboraciones periodísticas superan el medio centenar.
Hablar del profesor Millán-Puelles es hablar de filosofía. Toda su vida se enmarcó en el ideal del sabio, el que busca y ama el saber, con la conciencia de no acabar nunca de poseerlo en plenitud. Podemos describir su personalidad como la de un hombre entregado por entero al trabajo filosófico. Desde que, en sus años de estudiante, la lectura de las Logische Untersuchungen (Investigaciones lógicas), de E. Husserl, le arrancara de sus estudios de Medicina, que sólo llegó a comenzar. Su biografía intelectual es la de quien ha tenido como meta permanente la búsqueda de la verdad y el servicio abnegado a ella.
Es difícil encontrar unidos el rigor característico del pensamiento de tradición alemana con la agudeza intuitiva de raíz latina. Millán-Puelles logra una feliz síntesis de estas dos fuentes de su propio filosofar. Su profunda disciplina de pensamiento -tenazmente forjada con el método escolástico- no le hacía perder la expresividad y viveza de sus raíces andaluzas.
Dedicó un esfuerzo exhaustivo al estudio de los clásicos del pensamiento occidental; su dominio del aristotelismo, el tomismo, la tradición kantiana y la fenomenológica -cuyos textos leía en la lengua original con perfecta soltura- encuentra difícil parangón entre sus contemporáneos. Pero también dedicó muchas horas a leer los clásicos de la literatura universal, en especial los del Siglo de Oro español. Su castellano tenía la gracia de la expresión afortunada, justa, tantas veces paradójica.
La consistencia de su discurso, la envergadura de sus planteamientos y la penetrante profundidad de sus obsevaciones componen, junto con la elegancia de su expresión, un trabajo filosófica y literariamente cabal. Quizá un paradigma sea su libro La estructura de la subjetividad (1967, publicado en italiano en 1973), obra conocida como una de las aportaciones más elaboradas de la Antropología fenomenológica contemporánea, al tiempo que escrita con un cuidadosísimo castellano. Por su libro La función social de los saberes liberales mereció el Premio Nacional de Literatura (Ensayo) en 1960. Ç
La claridad era un compromiso esencial en su esfuerzo intelectual. Sus escritos distan de la lucubración abstracta y esotérica que algunos casi instintivamente adscriben al trabajo filosófico. Nada más lejano a su estilo, franco y abierto, de tesis nítidas con un discurso bien ensamblado. En sus escritos, en las lecciones magistrales, e incluso en la conversación informal sobre cuestiones de pensamiento, el lector, oyente o interlocutor tenía siempre la impresión de estar ante quien no tiene nada que ocultar, y mucho menos algo que aparentar.
En su obra escrita, Millán-Puelles no se dejaba seducir por modas pasajeras. En ningún caso, la preocupación «del momento», marcó sus investigaciones aunque en ocasiones se ocupó de temas que efectivamente eran de actualidad, pero no por su momentaneidad sino por el interés especulativo que suscitaban dentro de su propio itinerario intelectual.
Huyó tanto del ensayismo fácil como del especialismo. No es posible abrir una página suya sin encontrar temas esenciales abordados con un estilo a veces verdaderamente ascético, con una preocupación por la exactitud que a menudo le obligaba a pulir la terminología hasta el escrúpulo, pese a suavizar los pasajes más densos con la proverbial elegancia de su expresión.
Nunca dejaba un cabo suelto a una ambigüedad o una mala interpretación. Mientras no aclaraba perfectamente una cuestión no pasaba a la siguiente. Pero la minuciosidad de su argumentación tampoco ocultaba la envergadura y trascendencia de los planteamientos esenciales, que veía en toda su perspectiva, sin prisas, con serenidad y eficacia, paso a paso.
Pensamiento y estilo filosófico de un realismo no simplista ni dogmático: abierto al diálogo con la tradición viva, al contraste con las eternas cuestiones del pensamiento occidental, y al enriquecimiento con otras posturas alternativas sin caer en un sincretismo irenista. Su convicción más neta: la riqueza de lo real, que se deja entender y al mismo tiempo se sustrae, invitando siempre a profundizar y ampliar la investigación.
BRIOSO ITINERARIO INTELECTUAL
Desde la elaboración de su tesis doctoral, acerca de la teoría del ente ideal en Nicolai Hartmann, comienza a desvelarse una inquietud filosófica que no le abandonará y que le llevará a profundizar en los problemas esenciales de la fenomenología: la elucidación del ser de la conciencia humana y de su peculiar fecundidad para fingir irrealidades.
En La estructura de la subjetividad, uno de sus trabajos más conocidos, desarrolla un penetrante análisis fenomenológico de la intencionalidad de los actos de la conciencia humana y recoge algunas aportaciones sustantivas de su pensamiento filosófico y antropológico.
Pero los logros más relevantes de su investigación en este terreno se contienen en su obra sin duda más acabada, la Teoría del objeto puro (1990, publicada también en inglés en Heidelberg por la Franck Verlag, en 1996). Se trata de un verdadero monumento del pensamiento contemporáneo.
A raíz de su planteamiento sobre la esencia y los modos de lo irreal, hacen acto de presencia en este libro las cuestiones más esenciales de la ontología y la teoría metafísica del conocimiento. De una manera completamente original, Millán-Puelles muestra, a través del análisis de la objetualidad formalmente considerada, el gran reto que tiene por delante la investigación metafísica.
Si se entiende bien la analogía del ente y la enorme plasticidad del objeto material de la Metafísica -la más perfecta concreción epistemológica de la sabiduría natural- se ve claro que deba prolongarse, para alcanzar su complexión teorética, en una teoría del objeto puro. El autor recoge lo esencial del debate histórico precedente, pero lo profundiza, para obtener una panorámica mayor. En este sentido, la confrontación con los puntos más relevantes de la Teoría del Objeto tal como aparece propuesta en A. von Meinong, ofrece también la perspectiva necesaria para advertir que la investigación metafísica sobre el ente trascendental sólo ha tenido hasta ahora un desarrollo incipiente. Precisamente el proyecto que actualmente tiene en curso es el desarrollo de una lógica del ente trascendental.
La defensa del realismo metafísico que se lleva a cabo en la Teoría del objeto puro reviste un vigor y solidez que no se debe tanto a la refutación del idealismo -sin duda una de las más serias que se han propuesto- como al esfuerzo de fundamentación desde una perspectiva completamente original. Dicho esfuerzo también dio resultado en el terreno de la filosofía moral con la publicación de La libre afirmación de nuestro ser. Una fundamentación de la ética realista (1994) y Ética y realismo (1996). El realismo práctico aquí propuesto ha de manifestarse en una ética cuyas normas sean practicables, por tener rigurosamente en cuenta al ser humano y sus inclinaciones naturales.
Frente a la visión de Nietzsche, la ética, precisamente por arraigar en una profunda y clara intelección de lo más humano del hombre, ha de estribar en una facilitación de su existencia, no en un conjunto de prescripciones delirantes que alienan al hombre de lo más genuino que hay en él.
Millán-Puelles muestra que el deber es una exigencia absoluta en cuanto a su forma, mientras que por su materia o contenido es relativo, ya al ser específico del hombre, ya a su ser individual y circunstanciado. Esta relatividad esencial de los deberes no puede interpretarse como un relativismo frente a lo que significa deber. La pregunta por el significado genérico del «deber» ha de llevarnos, si hablamos de ética, a la pregunta por «lo debido» en cada caso. Pero ambas cuestiones no son reductibles. En confundirlas estriba una de las especies de la llamada «falacia naturalista». Por el contrario, deducir el deber a partir del ser natural humano -que es lo que muchas veces se entiende como falacia naturalista- no sólo no es falaz sino estrictamente necesario para formular una ética realista, bien entendido que la realidad humana no se reduce a su mera facticidad.
Así, el realismo ético no se caracteriza tanto por rebajar la exigencia de lo que en cada caso significa estar obligado a algo -que siempre tiene un sentido absoluto- sino por establecer cada deber concreto en relación con el ser y la circunstancia humana. El autor critica con la misma fuerza, tanto el relativismo como el dogmatismo apriorístico del puro «deber por el deber». La variada circunstancia en que se desenvuelve el ser humano hace necesaria la relatividad -plasticidad, flexibilidad- de los deberes también a la situación.
Una ética realista, por tanto, ha de atender a la situación particular en que se encuentra el sujeto moral. Nada más lejos de ella que pretender uniformar la conducta humana. (E imposible calificar de realista semejante pretensión). Se trata, de una aportación llena de claridad, muy de agradecer ante la confusión del debate sobre la fundamentación de la moral.
Las cuestiones relativas a la Antropología filosófica forman uno de los núcleos de mayor interés del pensamiento de Millán-Puelles. En Economía y libertad (1974), uno de sus trabajos más elaborados, destaca una cuidadosa fenomenología de las necesidades humanas. Sobre el hombre y la sociedad (1976) recoge una antología de textos acerca de cuestiones de pensamiento antropológico y social; son pequeñas monografías y artículos periodísticos (durante una larga temporada frecuentó el autor la Tercera página de ABC). Destaca un pequeño y lúcido ensayo sobre la fundamentación teocéntrica de la dignidad de la persona humana. Otros versan sobre la naturaleza y la libertad, el historicismo y el relativismo, la libertad religiosa, la dignidad de la mujer, etcétera.
Su teoría de los modos de la libertad humana, que desarrolla en El valor de la libertad (1995), es una aportación sustantiva de su pensamiento. Bien pudiera, con Terencio, proclamar aquello de nihil humani a me alienum puto, pues nada hay más humano que la libertad. Un trabajo que no pretende una postiza neutralidad con un tema tan apasionante para el hombre de nuestros días. El autor consigue la mínima distancia crítica para hablar con seriedad, algo muy necesario en un asunto que tiende a seguir las modas antes que la razón. Este libro resulta esperanzador en tiempos en que la retórica y la buena apariencia es lo que realmente importa a la mayoría y en que la sofística vuelve a campar por sus respetos.
El interés por la verdad (1997) se estructura en dos partes -conocer la verdad y darla a conocer-acompañadas de una serie de consideraciones acerca de los aspectos éticos, del interés cognoscitivo y comunicativo. Aborda el autor asuntos como el valor de la teoría, la refutación del utilitarismo, la inteligibilidad de lo real, el relativismo y el escepticismo.
Su Lógica de los conceptos metafísicos es un trabajo muy detallado acerca de las propiedades de las nociones extracategoriales, en el que destaca un minucioso análisis del régimen lógico de los conceptos trascendentales. Aunque ya lo tenía avanzado, su salud le impidió terminar un libro sobre la inmortalidad del alma.
PROFESOR CLARO, PROFUNDO Y CON HUMOR
Una semblanza de la personalidad filosófica de don Antonio Millán-Puelles exige hablar de su trabajo docente. Además de ejercer la docencia, varios de sus libros tienen una intención explícitamente didáctica: Fundamentos de Filosofía, es el mejor y más conocido manual en castellano, con el que se han formado varias generaciones de filósofos y humanistas hispanos. Alcanzó la duodécima edición.
La formación de la personalidad humana, (cinco ediciones), recoge las principales aportaciones del autor en Filosofía de la Educación y el Léxico Filosófico (1984), instrumento utilísimo para sistematizar el saber filosófico de raíz más especulativa y gran auxiliar para los profesores de bachillerato.
Quienes tuvimos la suerte de recibir de viva voz su magisterio sabemos de su buen hacer y humanidad, de su estilo a la vez brillante para la materia y modesto para su propia persona, del alto nivel de exigencia que a sí mismo se imponía, por respeto a la filosofía y a los estudiantes, del cuidadoso empeño en buscar la claridad y suscitar la atención por lo verdaderamente interesante, recurriendo en ocasiones a una fina ironía y a su bien acendrado sentido del humor.
Era asiduo a ciertos recursos retóricos como los juegos de palabras, en los que gastaba un ingenio muy notable, pero sin hacer nunca concesiones que rebajaran la dignidad del trabajo docente.
Nunca quiso simplificar la filosofía. En su carrera docente, su esfuerzo no consistía en rebajarla para ponerla al alcance de los estudiantes, sino en habilitarlos para que llegaran a entenderla en profundidad. Fuera de la Universidad, en conferencias, coloquios, etcétera, y cuando no se dirigía a un público especialmente versado en estas cuestiones, los temas filosóficos adquirían un atractivo e interés capaz de entusiasmar a cualquiera.
La clave de su peculiar estilo docente, es la perfecta combinación entre claridad y profundidad. Con toda justicia le son aplicables sus propias palabras: «El dicho, no escasamente difundido, según el cual se dedican a la enseñanza quienes realmente no sirven para otra cosa, no tiene por fundamento ningún dato objetivo, y su origen debe buscarse únicamente en la lógica propia del utilitarismo» (El interés por la verdad).
Lo que de su personalidad más destacaba en clase era su entusiasmo por la filosofía y su coherencia de vida. Todos los que conocieron a don Antonio saben bien de su honradez intelectual, y quienes hemos frecuentado sus lecciones no hemos visto en él una sola concesión a un planteamiento extraño al interés por la verdad. Es patente, además, que vivía lo que decía y que se hacía cargo plenamente de todas las consecuencias, tanto teoréticas como prácticas, de los planteamientos que defendía.
No son estas palabras un elogio gratuito sino un sincero y creo que justísimo homenaje a quien, para mí, ha encarnado mejor, entre todos los filósofos que he conocido, los grandes ideales socráticos que dieron lugar al surgimiento del pensamiento en Occidente.
Perfil biográfico
Antonio Millán Puelles nació en Alcalá de los Gazules (Cádiz) en 1921.
Estudió Filosofía en Sevilla y Madrid y obtuvo Premio Extraordinario de licenciatura y doctorado.
Ganó una Cátedra de Bachillerato y a los 30 años fue Catedrático numerario de la Universidad Complutense de Madrid, con docencia en Fundamentos de Filosofía, Historia de los Sistemas Filosóficos y Filosofía de la Educación.
En 1976 pasó a Catedrático de Metafísica en la misma Universidad y Director del Departamento de Filosofía Fundamental de la antigua Facultad de Filosofía y Letras.
Fue Gastprofessor durante un semestre en una Universidad alemana (Mainz), Profesor Extraordinario de la Universidad de Navarra, Profesor visitante en la Universidad Panamericana (México), en la Universidad de Los Andes (Chile) y, durante una larga temporada, Profesor de Metafísica y Filosofía de la Naturaleza en la Universidad de Cuyo (Mendoza), por lo cual se le reconocieron servicios diplomáticos en la República Argentina (1953).
En 1960 recibió el Premio Nacional de Literatura (Ensayo), en 1966 el Premio Juan March de Investigación Filosófica, en 1976 el Premio Nacional de Investigación Filosófica y en 1996 el Premio Alétheia, concedido por la Academia Internacional de Filosofía de Liechtenstein. Se le concedió también la Gran Cruz al Mérito Civil y la de Alfonso X el Sabio.
Desde 1974 era académico de número de la Real de Ciencias Morales y Políticas. Fue Consejero del Consejo Superior de Investigaciones Científicas, Consejero Privado de D. Juan de Borbón, Miembro Honorario de las Universidades Argentinas, Socio de Honor de la Sociedad Mexicana de Filosofía, Consejero Cultural de la Fundación General Mediterránea, miembro de la Junta Directiva de la Sociedad Internacional de Fenomenología y Presidente de la Sociedad Española de Fenomenología, Patrono del Museo del Prado, Profesor de la Escuela Diplomática y Colaborador cultural de la Limmat Stiftung de Zürich (Suiza) y del Lindenthal Institut de Köln (Alemania). Publicó 20 libros, un centenar de artículos y monografías científicas, prólogos y traducciones. Sus trabajos y colaboraciones periodísticas superan el medio centenar.
martes, 10 de marzo de 2009
Tele-visión y Tele-acción
Les dejo un "resumen" de las categorías del ultimo libro de un sociólogo bastante importante que se llama Zygmunt Bauman que son muy simples y muy interesantes para pensar el mundo en el que vivimos y que podemos hacer para hacer algo que no se nos desvanezca en el aire
el libro se llama Lazos para una sociedad global:
Estos son los principales conceptos que desarrolló Bauman ante la prensa española al presentar su libro Comunidad:
Tele-visión y tele-acción:
"Tenemos todos los instrumentos para la tele-visión, pero apenas ninguno para la tele-acción: vemos más allá de lo que nuestras manos pueden alcanzar. Diariamente, contemplamos cómo se hace el mal, cómo se sufre el dolor, pero el desafío que ello representa para nuestros sentimientos morales queda en gran medida sin respuesta. No hay duda de que algunas de nuestras acciones y reacciones están inspiradas moralmente, pero sus efectos no llegan a compensar a la enormidad de cuestiones que los inspiraron. Somos demasiados conscientes de ello, pero no sabemos cómo superar la brecha".
Del "yo no lo sabía" al "cualquier cosa que haga no sirve de nada":
"Habiendo sido colocados en posición de espectadores (de testigos que ven cómo se hace el mal, pero que aún así no hacen nada para evitarlo, ni siquiera para prevenirlo) se nos ha privado de la excusa más común para la conciencia culpable: el "yo no lo sabía". La única excusa que queda es la que se apoya en la impotencia: "haga lo que haga no servirá de nada". Es una débil excusa, pero convincente incluso para nosotros mismos. Sospechamos -y con buenas razones-que más bien se trata de lo contrario: de que lo que hagamos o dejemos de hacer importa. Después de todo, en nuestro intercomunicado planeta dependemos unos de los otros, y lo que se hace en una parte del globo tiene un alcance muy superior a la visión e imaginación de sus actores. Somos, en un grado difícil de medir, responsable de la situación de los demás. Lo que ocurre es que no sabemos qué significa asumir esa responsabilidad y qué es lo que ello requiere. Y carecemos de los instrumentos que podrían lograr que nuestras preocupaciones e intuiciones morales reviertan en unas condiciones más decentes para la humanidad, haciendo al mundo más inhóspito para la indignidad humana y la humillación y más acogedor para la atención mutua y la solidaridad."
Qué hacer y quién debe hacerlo:El espacio planetario en el que se forman las condiciones de nuestras vidas compartidas parece completamente desregularizado: aunque supiéramos exactamente qué hacer para ajustar ese espacio a nuestros valores éticos, no sabríamos quién sería capaz de realizar esa tarea. En momentos de reflexión, sentimos que el espectáculo de ausencia de regulaciones sólo pueden servir como invitación a más desorden y que no hay ninguna fuerza a la vista capaz de romper ese círculo vicioso. Estamos en una era de experimentaciones, de ensayos y error. La mayoría de las consecuencias de la globalización acelerada no han sido previstas y todavía debemos aprender, probablemente a un alto precio, las habilidades sociales necesarias para hacerles frente y dominarlas".
el libro se llama Lazos para una sociedad global:
Estos son los principales conceptos que desarrolló Bauman ante la prensa española al presentar su libro Comunidad:
Tele-visión y tele-acción:
"Tenemos todos los instrumentos para la tele-visión, pero apenas ninguno para la tele-acción: vemos más allá de lo que nuestras manos pueden alcanzar. Diariamente, contemplamos cómo se hace el mal, cómo se sufre el dolor, pero el desafío que ello representa para nuestros sentimientos morales queda en gran medida sin respuesta. No hay duda de que algunas de nuestras acciones y reacciones están inspiradas moralmente, pero sus efectos no llegan a compensar a la enormidad de cuestiones que los inspiraron. Somos demasiados conscientes de ello, pero no sabemos cómo superar la brecha".
Del "yo no lo sabía" al "cualquier cosa que haga no sirve de nada":
"Habiendo sido colocados en posición de espectadores (de testigos que ven cómo se hace el mal, pero que aún así no hacen nada para evitarlo, ni siquiera para prevenirlo) se nos ha privado de la excusa más común para la conciencia culpable: el "yo no lo sabía". La única excusa que queda es la que se apoya en la impotencia: "haga lo que haga no servirá de nada". Es una débil excusa, pero convincente incluso para nosotros mismos. Sospechamos -y con buenas razones-que más bien se trata de lo contrario: de que lo que hagamos o dejemos de hacer importa. Después de todo, en nuestro intercomunicado planeta dependemos unos de los otros, y lo que se hace en una parte del globo tiene un alcance muy superior a la visión e imaginación de sus actores. Somos, en un grado difícil de medir, responsable de la situación de los demás. Lo que ocurre es que no sabemos qué significa asumir esa responsabilidad y qué es lo que ello requiere. Y carecemos de los instrumentos que podrían lograr que nuestras preocupaciones e intuiciones morales reviertan en unas condiciones más decentes para la humanidad, haciendo al mundo más inhóspito para la indignidad humana y la humillación y más acogedor para la atención mutua y la solidaridad."
Qué hacer y quién debe hacerlo:El espacio planetario en el que se forman las condiciones de nuestras vidas compartidas parece completamente desregularizado: aunque supiéramos exactamente qué hacer para ajustar ese espacio a nuestros valores éticos, no sabríamos quién sería capaz de realizar esa tarea. En momentos de reflexión, sentimos que el espectáculo de ausencia de regulaciones sólo pueden servir como invitación a más desorden y que no hay ninguna fuerza a la vista capaz de romper ese círculo vicioso. Estamos en una era de experimentaciones, de ensayos y error. La mayoría de las consecuencias de la globalización acelerada no han sido previstas y todavía debemos aprender, probablemente a un alto precio, las habilidades sociales necesarias para hacerles frente y dominarlas".
domingo, 8 de febrero de 2009
Historia reciente de los judíos
En esta época (1917) nace el antisemitismo, término que se emplea por primera vez en Zwanglose antisemitische llefte, de W. Marr (1881), como expresión de un antijudaísmo de motivos étnicos y no políticos. Este antijudaísmo étnico aparece en Alemania, Polonia y Rusia. Contra él reacciona el sionismo de T. Herzl, quien responde a los escritos antisemitas del francés Édouard Drumont, autor de La France juive (1886), Le testament d'un antisémite (1891) y Les Juifs et 1'affaire Dreyfus (1899). La actitud antisemita se difunde bastante en Rusia, donde se populariza la palabra pogrorns para significar una persecución antijudía. De todas formas la campaña antisemita más fuerte tiene lugar en la Alemania nazi (ver NACIONALSOCIALISMO). Ya desde 1935, por las leyes de Nuremberg, los judíos alemanes habían perdido la nacionalidad y se les prohibieron los matrimonios mixtos. También B. Mussolini persiguió a los judíos desde 1938, inspirado por A. Hitler. La Santa Sede procuró protegerlos. En España fueron admitidos judíos que huían de la persecución. Parecida acogida favorable les dispensaron países no beligerantes, neutrales y aliados. Muchos de ellos formaron parte de los movimientos de Resistencia en Francia, Italia y Polonia.
Terminada la guerra, la Organización Int. de Refugiados se hizo cargo de millones de personas fuera de su hogar. Existen varias organizaciones internacionales, creadas y dirigidas por judíos, que defienden sus intereses: Alianza Israelita Universal (1860), Agencia Judía para Israel (1897), Congreso Judío Mundial (1936), etc. Al mismo tiempo numerosas publicaciones judías, entre ellas Universal Jewish Encyclopedia (10 vol., Nueva York 1939-43) sirven de propaganda.
El hecho más importante es la creación del Estado de Israel, favorecido por la Declaración Balfour y establecido en 1948, y que ha absorbido a judíos de todo el mundo, principalmente de los países árabes. A pesar del nuevo Estado judío, los Estados Unidos de América del Norte continúan con el mayor porcentaje de población judía (5,5 millones). Numerosas son las colonias judías en toda Europa; menos conocidas y de escasa importancia son las comunidades judías de India (los BeneIsrael) y Etiopía (los falashas).
Terminada la guerra, la Organización Int. de Refugiados se hizo cargo de millones de personas fuera de su hogar. Existen varias organizaciones internacionales, creadas y dirigidas por judíos, que defienden sus intereses: Alianza Israelita Universal (1860), Agencia Judía para Israel (1897), Congreso Judío Mundial (1936), etc. Al mismo tiempo numerosas publicaciones judías, entre ellas Universal Jewish Encyclopedia (10 vol., Nueva York 1939-43) sirven de propaganda.
El hecho más importante es la creación del Estado de Israel, favorecido por la Declaración Balfour y establecido en 1948, y que ha absorbido a judíos de todo el mundo, principalmente de los países árabes. A pesar del nuevo Estado judío, los Estados Unidos de América del Norte continúan con el mayor porcentaje de población judía (5,5 millones). Numerosas son las colonias judías en toda Europa; menos conocidas y de escasa importancia son las comunidades judías de India (los BeneIsrael) y Etiopía (los falashas).
miércoles, 7 de enero de 2009
Procesamiento emocional en humanos
Jorge Armony
Dept of Psychiatry, Mc Gill University, CANADA
En esta charla presentaré un resumen de lo (poco) que se sabe sobre las bases neuronales del procesamiento de estímulos emocionales en humanos y sus interacciones con otros aspectos cognitivos, como la atención y la memoria. Más específicamente, describiré resultados de estudios recientes de nuestro laboratorio utilizando la técnica de imágenes por resonancia magnética functional (IRMf) que buscan clarificar el rol de la amígdala en estos procesos. Aprovecharé también para presentar una breve descripción de los usos y limitaciones de las técnicas de neuroimagen funcional como herramienta de investigación dentro del campo de la neurociencia cognitiva y la neuropsiquiatría.
Dept of Psychiatry, Mc Gill University, CANADA
En esta charla presentaré un resumen de lo (poco) que se sabe sobre las bases neuronales del procesamiento de estímulos emocionales en humanos y sus interacciones con otros aspectos cognitivos, como la atención y la memoria. Más específicamente, describiré resultados de estudios recientes de nuestro laboratorio utilizando la técnica de imágenes por resonancia magnética functional (IRMf) que buscan clarificar el rol de la amígdala en estos procesos. Aprovecharé también para presentar una breve descripción de los usos y limitaciones de las técnicas de neuroimagen funcional como herramienta de investigación dentro del campo de la neurociencia cognitiva y la neuropsiquiatría.
miércoles, 19 de noviembre de 2008
Hacia una cultura de diálogo
Hacia una cultura de diálogo
Un nuevo reto
Jutta Burggraf
En la sociedad actual, convivimos con personas diferentes a nosotros. Este es un hecho concreto y fácilmente perceptible frente al cual no podemos cerrar los ojos. Se trata generalmente de gente proveniente de otros países, con una cultura y religión diferentes a las nuestras; tienen otras costumbres y un estilo de vida que nos resulta extraño y hasta curioso o pintoresco. Tal vez vivan en el mismo pueblo o incluso pertenezcan a nuestra familia. Son "nuestros vecinos de siempre"; pero no piensan ni sienten como yo, o —dicho desde otra perspectiva— yo no pienso ni siento como ellos. Cada persona tiene su propio punto de vista, su mentalidad, su proyecto vital y su modo de juzgar los acontecimientos políticos y sociales.
Lamentablemente, las diferencias originan no pocas veces antipatías o sospechas; pueden llevar a malentendidos e incomprensiones e incluso despertar reacciones violentas. Pueden ser también la causa de múltiples formas de rechazo que hieren el corazón humano.
Muchos sufren injusticias y humillaciones por el mero hecho de no ser "como los demás"; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.
¿Cómo podemos evitar este choque entre las culturas y mentalidades que parece caracterizar cada vez más claramente nuestra vida? En los últimos años —y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001— se han dado muchas respuestas muy variadas a este interrogante. De especial importancia es, ciertamente, el diálogo. Pero, ¿somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás? O, preguntando de modo más radical: ¿tenemos realmente convicciones propias? ¿Hemos encontrado nuestra identidad? Es un hecho conocido que nadie puede dar (a conocer) lo que no tiene.
I. DIFICULTADES PARA EL DIÁLOGO
Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero apenas tenemos el valor de hacerlo de verdad. Estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle. Hoy en día, en muchos países parece que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura. Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad, sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que todos hacen.
¿Resistimos a los tiroteos constantes de este "enemigo invisible"? ¿Hemos aprendido a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar no sólo es un juego divertido; es ante todo una exigencia de nuestra naturaleza. No deberíamos cerrar voluntariamente los ojos a la luz, sino todo lo contrario: tendríamos que entusiasmarnos con la realidad que nos rodea, y buscar respuestas a las cuestiones grandes y pequeñas que nos plantea la propia existencia.
Sufrir un ajetreo continuo
Sin embargo, nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada más. Todo esto puede llevar a una cierta "enajenación" psicológica y espiritual, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar. Y resulta todavía más difícil hablar en serio con otra persona. ¿Cómo se puede transmitir las propias convicciones si no se tiene ningunas?
Huir en el mundo virtual
Con frecuencia, conocemos mejor a los protagonistas de una determinada serie televisiva que a nuestros vecinos más cercanos; escribimos mails a nuestros colegas de las oficinas al lado, en vez de mirarlos en la cara. Aparte del internet, la televisión es actualmente, sin duda, la fuente principal de información y deformación. Consumimos noticias de todo el mundo, talkshows y películas sin parar. No son pocas las casas en las que la televisión está encendida todo el día, incluso durante las comidas. Esto, obviamente, dificulta la conversación. Hay estudios que dicen, en sus conclusiones, que los niños europeos ven una media de cuatro horas diarias de televisión. En Estados Unidos, parece que ven todavía más, hasta seis horas al día, según las investigaciones del especialista Milton Chen, de San Francisco. Así cuando un chico empieza la enseñanza media, ha visto 18.000 horas de televisión y ha pasado 13.000 horas en la escuela. Su cabeza está llena de imágenes.
Pero incluso el más ávido telespectador se ve apartado, de vez en cuando, de su pantalla, y tiene que enfrentarse con la realidad de la vida cotidiana. Entonces se encuentra inmerso en un mundo inevitablemente menos emocionante que aquél de las imágenes. La vida diaria puede resultar lenta y aburrida; normalmente no es tan dinámica como una película. Es comprensible que se pueda tener ganas de huir, volver cuanto antes al mundo fantástico de la televisión, y no se quiera salir de él. Así, la televisión puede llegar a ser una droga. Somos nosotros los que hacemos de ella una de las múltiples "drogas electrónicas". Hace pensar que exista también la televisión tamaño-casete que se puede llevar en un transporte público, para no estar solo consigo mismo, ni quince minutos.
Tener un exceso de información
Un exceso de información puede ser otro gran impedimento para pensar. Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna tertulia televisiva, ningún chat ni comentario político, o suele ver una película tras otra, puede convertirse en una especie de robot. Con frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro de una ciudad.
II. EN BUSCA DE SOLUCIONES PRUDENTES
¿Cómo actuar en esta situación? Hay una pequeña anécdota ilustrativa que se cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la situación de la sociedad. Respondió: "No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras" Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en principio, no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy, varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado. Los conocimientos de la humanidad se duplican cada cuatro años [1]. Será difícil para una persona llegar a tener convicciones propias sin una cierta "actitud distante" con respecto a los medios de información. El escritor ruso Dostoievski afirma: "Estar solo de vez en cuando, es más necesario para una persona normal que comer y beber" [2].
Evitar posturas defensivas
Es comprensible que algunas personas adopten una postura defensiva: prohíben a sus hijos ver la televisión, o ni siquiera quieren tener un aparato en su propia casa. Este planteamiento radical puede ser enriquecedor para la vida de familia y la propia cultura [3]. Sin embargo, no parece que sea el más apropiado para los retos de nuestro tiempo: el proyecto cultural no puede prescindir de la aportación del cine ya que éste asume un papel de primer plano, porque constituye el punto de encuentro entre el mundo de las comunicaciones sociales y otras formas culturales. Con controles y censuras, hoy en día, prácticamente no se consigue nada. Un alumno puede acceder por cable o satélite a todas las informaciones que quiera; puede ver los programas más nocivos en los bares, autobuses o tiendas, en las casas de los amigos o en la propia casa, cuando los padres están fuera (aparte de que casi la mitad de los adolescentes en Occidente tiene su televisión propia). Cuentan de una buena señora que había discutido mucho con sus hijos acerca de una determinada película, llena de escenas de brutalidad y violencia: los hijos querían verla, los padres lo prohibieron. El día en que salió esta película en la televisión, la señora tenía que acompañar a su marido a una cita importante. Como no estaba segura de si los hijos iban a obedecer o no, llevó la televisión consigo en el coche. Y los hijos vieron la película en casa de los vecinos.
No se consigue nada con prohibiciones. La meta no puede ser una simple renuncia. Esto es utópico y poco atractivo. Hace falta un esfuerzo más grande, que consiste en ayudar a los hijos, con argumentos sólidos, a utilizar bien la televisión: a tomar una actitud crítica positiva ante ella y descubrir sus ventajas y desventajas.
La televisión no es un enemigo; no es necesariamente una "caja tonta". Puede ser un buen amigo, un instrumento eficaz al servicio de la cultura y de la educación. Uno de los directores de la televisión alemana suele decir: "La televisión hace a los listos más listos y a los tontos más tontos" [4]. Conviene aprovecharla bien. Para lograrlo, es aconsejable ver junto con los educandos la televisión, y conversar después sobre lo que se ha visto. Así el aparato tan temido por algunos puede convertirse realmente en un "co-educador", en el sentido más pleno de la palabra.
Puede abrir nuevos horizontes y transmitir auténticos valores. Se puede descubrir también la propia responsabilidad por los programas, escribiendo cartas al director, haciendo sesiones de trabajo. De este modo cada uno puede salir del anonimato y de la pasividad, tan propios a la sociedad de consumo. Cada uno puede contribuir a buscar "una televisión con rostro humano": es decir, una televisión a la medida del hombre, y no un hombre a la medida de la televisión.
Adaptarse a la situación actual
En efecto, hace falta dar no sólo a los medios electrónicos, sino a toda la sociedad "un rostro humano". El primer paso para conseguirlo consiste en ser nosotros mismos verdaderamente "humanos", es decir, en vivir a la altura de nuestras posibilidades, esforzarnos por "ser quienes somos" —ni autómatas, ni marionetas— y abrirnos a los demás.
La globalización ha conducido a un gran cambio cultural en muchos ambientes tradicionalmente homogéneos. Pero esto no debe llevarnos al desconcierto. No puede ser que, en algunos círculos conservadores se vean personas preocupadas y agobiadas que añoran tiempos pasados. Pues una de las características fundamentales del mundo es su constante hacerse. Vivimos hoy de un modo distinto al que se vivía hace veinte, cincuenta o quinientos años. Nuestro tiempo no es un camino exterior por el que corremos, nuestro tiempo somos nosotros: es nuestro modo de ser y de ver la realidad, es nuestra mentalidad, son las experiencias que hemos tenido y la formación que hemos recibido, son nuestras sensibilidades y nuestros gustos y todas nuestras relaciones humanas.
Quien quiere influir en el presente, tiene que tener una actitud positiva hacia el mundo en que vive. No debe mirar al pasado, con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones y decepciones, y todo su estilo de vida. "En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente," dice Dietrich Bonhoeffer [5]. Los cambios de mentalidad invitan a exponer las propias convicciones de un modo distinto que antes, para que puedan comprenderlas también aquellos que no los comparten. A este respecto comenta un escritor español: "Naturalmente, yo no estoy dispuesto a modificar mis ideas por mucho que los tiempos cambien. Pero estoy dispuesto a poner todas las formulaciones externas a la altura de mis tiempos, por simple amor a mis ideas y a mis hermanos, ya que si hablo con un lenguaje muerto o un enfoque superado, estaré enterrando mis ideas y sin comunicarme con nadie" [6].
Abrirse al mundo
Cualquier persona, por erróneos que nos parezcan sus planteamientos, participa de alguna manera de la verdad: lo bueno puede existir sin mezcla de lo malo; pero no existe lo malo sin mezcla de lo bueno [7]. Por tanto, podemos aprender de todos. Si queremos comprender nuestro mundo, hemos de ampliar continuamente nuestro horizonte, profundizar en la verdad que hemos alcanzado, y buscarla allí donde puede encontrarse, esto es, en todas partes. En otras palabras, debemos estar dispuestos al diálogo, especialmente con aquellos que son distintos a nosotros.
Esta actitud —aparte de contribuir al bienestar de los demás (que se sienten apreciados)— facilita también el propio crecimiento. La situación es comparable a la de una persona que vive algún tiempo en el extranjero. Cuando vuelve al propio país, se da cuenta de que ha aprendido mucho: ve lo mismo de siempre, pero lo ve con otros ojos; puede distinguir ahora mejor entre lo esencial y lo accidental y ha adquirido cierta flexibilidad para adaptarse a nuevas situaciones. Por esta razón, en muchas empresas se prefiere dar el empleo a personas que tengan "experiencia en el exterior"; e incluso, muchas veces da lo mismo en qué país han vivido. Lo importante es que hayan estado fuera de su patria y hayan regresado.
III. CARACTERÍSTICAS DEL DIÁLOGO
Un diálogo no es una simple conversación, sino que es un encuentro entre dos (o varias) personas en un clima de amistad. Es una conversación hecha con un espíritu de apertura, comprensión y "benevolencia", en la que cada uno se muestra al otro tal como es y acepta al otro tal como es. Así, cada uno se enriquece con la parte de la verdad que viene del otro, y sabe integrarla armónicamente en su propia visión del mundo.
Un clima de amistad
En ocasiones, nos comportamos de un modo poco natural: nos cerramos ante los demás. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser "fuertes" y a "defendernos" en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y por tanto prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y nuestros miedos, nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen con este comportamiento un determinado reconocimiento social, pero pagan por ello un gran precio: niegan su propia humanidad, y renuncian a una vida en libertad.
Si una persona se esconde detrás de una muralla gruesa, no está ni en contacto consigo misma, ni tampoco le será posible entrar en contacto con otros. Para lograrlo, es indispensable "desarmarse", aceptar que soy vulnerable, reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias.
Quien ha encontrado su identidad, es una persona fuerte. No necesita ofender al otro para mostrar la propia superioridad. Es sereno, pacífico y generoso. Y cuanto más firmes son las propias convicciones, más flexible y acogedora puede ser la persona. Es como un árbol con raíces profundas, que da sombra, apoyo y alivio a quien lo busque.
Cuando se empieza a dialogar, cada uno debe ver lo bueno en el otro, según aconseja la sabiduría popular: "Si quieres que los otros sean buenos, trátales como si ya lo fuesen." Donde reina el amor, no hace falta cerrarse por miedo de ser herido. Por esto, es tan importante mostrar simpatía y cariño, si queremos entrar en contacto con los demás. Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir que es único y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio valor, su propia belleza, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su lado.
Si una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad alguna de mostrarse competente o interesante, se siente segura en presencia del otro; desaparecen las máscaras y las barreras tras las que se ha escondido. Ya no hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no hace falta protegerse. Cuando alguien adquiere la libertad de ser él mismo, se vuelve amable. Surge en él una vida nueva que le da una sana autonomía.
Conocer al otro
Para poder amar, hay que conocer. A veces, tenemos ideas bastante desfiguradas acerca de las tradiciones y costumbres de los ciudadanos extranjeros, y hacemos juicios injustos sobre sus planes e intenciones. En ocasiones, ignoramos completamente las razones que los mueven. Así, podemos inconscientemente y por falta de conocimientos contristar e incluso herirlos. Por ejemplo, la abstención de ciertos alimentos —en el caso de los musulmanes o judíos— puede parecernos caprichosa, si no consideramos la motivación religiosa que está en el fondo de este comportamiento.
Conviene tener en cuenta la disposición de ánimo de los demás, saber lo que quieren y lo que rechazan. Por eso es preciso estudiar su historia y cultura, su religión y vida espiritual, y hasta la psicología de su pueblo. ¿Conocemos todo lo que hay de bello y precioso en las otras culturas?
Pero para comprender a otra persona, necesitamos más que un conocimiento meramente libresco. Hace falta un conocimiento por simpatía, que llega más lejos que cualquier teoría, por muy acertada que sea: una madre conoce, ordinariamente, mejor a su hijo que un grupo de pedagogos.
El conocimiento por simpatía se logra en la convivencia, en el trato directo, en la mutua colaboración. En Alemania, durante varios siglos, los cristianos católicos y los evangélicos solían vivir en regiones distintas, frecuentar colegios diversos, eran muy pocos los matrimonios entre personas de distinta confesión y, en general, evitaban cualquier contacto personal. Así, unos construían de otros una imagen cada vez más falsa y menos acorde con las exigencias mínimas de la justicia. Pero cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, los "hermanos separados" se encontraban de repente juntos en los campos de concentración del "Tercer Reich", luchando por la misma causa y dispuestos a morir —conjuntamente- por su fe en Jesucristo, entonces "comenzó el ecumenismo en Alemania" [8]. Los católicos y los evangélicos descubrieron que tenían mucho en común, empezaron a apreciarse mutuamente y, favorecidos por los grandes desplazamientos de población después de esta horrible guerra —las expatriaciones y traslados forzados-, se pusieron a trabajar juntos. El encuentro existencial entre ellos les había revelado la falsedad de muchos de sus esquemas mentales.
Respetar al otro
El hecho de ser distintos constituye una gran riqueza y es, en principio, una fuente de aprendizaje continuo. Las diferencias no pueden ser negadas; no necesitan ser niveladas. Cada hombre es original y tiene el pleno derecho a serlo. Se ha llegado a decir que la capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica el grado de cultura e inteligencia del ser humano. En este contexto podemos recordar un antiguo proverbio chino, según el cual "la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente." No es una armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos la que hace la vida interesante, le da profundidad y anchura, le da color y relieve.
Actualmente, tenemos un convencimiento más firme que en otras épocas de que cada hombre tiene el derecho de ser él mismo el protagonista de su vida; goza de una honda libertad para decidir su destino (que puede considerarse el núcleo de su intimidad). No podemos, bajo ningún pretexto, destruir ese espacio íntimo. Es esto lo que se intenta cuando se impide a alguien vivir según sus convicciones más profundas. Puede ser que esta persona realice objetivamente un mal, pero si lo hace "libremente" y siguiendo su luz interior, es mejor que cuando hace un bien de un modo forzado [9].
Esta actitud de profundo respeto lo manifestó, por ejemplo, el último rey polaco de la estirpe de los Jajhelloni. En los tiempos en que en Occidente tenían lugar los procesos de la Inquisición y se encendían hogueras para los herejes, este rey dio pruebas de la tolerancia cuando aseguró a sus súbditos: "No soy rey de vuestras conciencias" [10].
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la actitud de respeto es más que mera tolerancia. Mientras la tolerancia proporciona solamente el margen (necesario) para una convivencia posible entre los hombres, el respeto apunta a la relación misma entre ellos y al desafío que supone la vida de uno para los demás. El hecho de que "la verdad se conoce por la fuerza de la misma verdad", no significa sólo la descalificación de todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones del otro. Implica igualmente la responsabilidad, para todas las personas, de buscar el sentido completo de la existencia, cada una en la medida de sus posibilidades individuales.
Pero en lo relativo a los demás, el primer deber consiste en respetar las decisiones que ellos toman acerca de su vida. No debemos reprocharnos mutuamente estrechez de ánimo, hipocresía o una intencionalidad poco noble. No debemos poner etiquetas ni clasificar a nadie.
Sólo cuando uno trata de comprender al otro, se puede crear un clima de confianza. Y sólo cuando uno se muestra abierto hacia las personas que piensan de modo distinto, que hablan otras lenguas, que creen, piensan y actúan de modo diferente, se puede preparar un acercamiento mutuo. La delicadeza se refleja, no en último lugar, en el vocabulario. Lleva a eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los demás, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones con ellos.
Es conocido el extraordinario respeto que mostraba Tomás de Aquino hacia sus adversarios. Incluso cuando este gran filósofo de la Edad Media estaba completamente en desacuerdo con alguien, explicaba la idea contraria con los términos más favorables, claros y objetivos que le fuera posible, procurando no distorsionar el argumento con el fin de facilitar la prevalencia de su propia posición. En ocasiones demostraba tal imparcialidad a la hora de formular las posturas de los demás que las hacía parecer razonables y posibles; incluso, a veces, exponía las teorías con más convicción que sus instigadores [11].
Dar a conocer la propia identidad
Una persona que actúa según esta espiritualidad de diálogo, intenta dar a conocer todo lo que piensa, con claridad y suavidad, y adaptado a las circunstancias de cada caso. No busca compromisos baratos, sabiendo que no hay nada tan ajeno a la paz como una actitud relativista o indiferente ante la verdad. Por lo contrario, quiere hacer participar a los demás de las soluciones que ha encontrado.
Asimismo, para ganar en sinceridad en cualquier relación humana, es conveniente y necesario, dar a conocer la propia identidad. El otro quiere saber quién soy yo, y yo quiero saber quién es él. Si hacemos amistad con una persona de otra raza o nación, otro partido político o confesión religiosa, nos interesa realmente lo que piensa y cree. Si reprimimos las diferencias y nos acostumbramos a callarlo todo, previa conformidad tácita, tal vez podamos gozar durante algún tiempo de una armonía aparente. Pero en el fondo, nos moveríamos en un ambiente de confusión. No nos aceptaríamos mutuamente tal como somos en realidad, y nuestra relación se tornaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta que, antes o después, se rompería. En cambio, cuando seguimos cada uno fielmente nuestras propias convicciones, puede parecer, en ciertas circunstancias, que tenemos poco en común, que estamos bastante alejados los unos de los otros. Pero interiormente nos parecemos mucho más que cuando nos juntamos en acuerdos superficiales y dejamos de lado la pregunta por la verdad. Si cada uno sigue su propia luz interior, nos encontramos unidos en lo más hondo de nuestro ser. Tenemos la misma actitud fundamental que es la fidelidad a la propia conciencia. Existe entre nosotros una unidad no plenamente visible, pero sumamente real. Es tan real como la amistad que nos une.
Enriquecerse mutuamente
El diálogo consiste en dar y recibir; significa que ambas partes se escuchan atentamente, con ánimos de aprender, ya que "en todo comentario serio de un oponente se expresa una de las muchas facetas de la realidad" [12].
Es preciso distinguir entre lo fundamental (en lo que no podemos ceder sin cambiar nuestra identidad) y lo accidental (en lo que caben muchas opiniones distintas). El tener una sola postura, en cosas accidentales, es propio de ideologías. John Henry Newman comenta al respecto: "Siempre ha habido posturas diferentes... (en la vida intelectual y espiritual), y siempre las habrá. Si se terminaran para siempre, sería porque habría cesado toda vida espiritual e intelectual" [13]. Y Kierkegaard afirma que una persona se convierte en aburguesada, si absolutiza las cosas relativas [14].
Es enriquecedor conocer los pensamientos de los otros. Así se pueden corregir algunas posturas propias que tal vez se han vuelto exageradamente rígidas. En este sentido advierte San Agustín: "Que ninguno de nosotros diga que ya ha encontrado la verdad. Vamos a buscarla de tal manera, como si fuera desconocida para los dos. Entonces podemos buscarla con suma diligencia y caridad. Para ello es necesario que nadie piense arrogantemente que ya ha encontrado la verdad" [15].
Así, al final de un diálogo, nunca habrá un vencido y un vencedor; en el mejor de los casos encontraremos a dos (convencidos por la verdad).
Nota final
El diálogo nos exige buscar la propia identidad y superar aversiones y polémicas. Es un camino hacia la madurez y la paz. No siempre es fácil, pero nos ayuda a abrir las puertas (en vez de cerrar las fronteras) y a ver lo bueno en los demás (en vez de reprocharles su modo de ser diferentes). Aunque se producirán malentendidos y sufriremos decepciones, mientras los hombres vivan sobre la tierra, a través del diálogo podemos acercarnos, siempre de nuevo, al otro. Por esto es tan importante educar en el arte de practicarlo.
Notas
[1] Cf. P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, Lahr/Schwarzwald 2005, p.119.
[2] F. M. DOSTOIEVSKI, cit. en Anselm GRÜN, 50 Engel für das Jahr, Freiburg-Basel-Wien 2000, p.53.
[3] Así, por ejemplo, Tonino GUERRA, el "poeta" que inspiraba al gran director de cine Federico Fellini, lanzó hace algún tiempo una provocación atrevida: "Apaguemos todos los televisores durante un año, verán cómo los valores, la fantasía y la espiritualidad renacerán en el corazón de todos." Cf. Las sanas provocaciones del Festival del Cine Espiritual, Agencia internacional "Zenit", 19-XI-1998.
[4] H. GIESECKE, Wozu ist die Schule da? Die neue Rolle von Eltern und Lehrern, 2ª ed. Stuttgart 1997, p.38.
[5] D. BONHOEFFER, Predigten, Auslegungen, Meditationen I, 1984, pp.196-202.
[6] J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid 1988, p.42.
[7] TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-IIae q.109, a.1, ad 1.
[8] W. KASPER, Ein Herr, ein Glaube, eine Taufe, en "Stimmen der Zeit" (2002/2), p.75.
[9] Cf. R. BUTTIGLIONE: Zur Philosophie von Karol Wojtyla, en Johannes Paul II., Zeuge des Evangeliums, ed. por St. HORN y A. RIEBEL, Würzburg 1999, pp.36 y39.
[10] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p.160.
[11] Cf. J.PIEPER, Guide to Thomas Aquinas, Notre Dame/Indiana 1987, p.77.
[12] Ibid., pp. 83s.
[13] J. H. NEWMAN, cit. por J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para el amor, Madrid 1991, p.47.
[14] S. KIERKEGAARD, cit. en P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, cit., p.73. 15 SAN AGUSTÍN, Contra epistolam quam vocant fundamenti, Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 25, 195.
Un nuevo reto
Jutta Burggraf
En la sociedad actual, convivimos con personas diferentes a nosotros. Este es un hecho concreto y fácilmente perceptible frente al cual no podemos cerrar los ojos. Se trata generalmente de gente proveniente de otros países, con una cultura y religión diferentes a las nuestras; tienen otras costumbres y un estilo de vida que nos resulta extraño y hasta curioso o pintoresco. Tal vez vivan en el mismo pueblo o incluso pertenezcan a nuestra familia. Son "nuestros vecinos de siempre"; pero no piensan ni sienten como yo, o —dicho desde otra perspectiva— yo no pienso ni siento como ellos. Cada persona tiene su propio punto de vista, su mentalidad, su proyecto vital y su modo de juzgar los acontecimientos políticos y sociales.
Lamentablemente, las diferencias originan no pocas veces antipatías o sospechas; pueden llevar a malentendidos e incomprensiones e incluso despertar reacciones violentas. Pueden ser también la causa de múltiples formas de rechazo que hieren el corazón humano.
Muchos sufren injusticias y humillaciones por el mero hecho de no ser "como los demás"; algunos tienen que soportar diariamente torturas, no sólo en una cárcel, sino también en un puesto de trabajo o en el entorno familiar. Es cierto que nadie puede hacernos tanto daño como los que debieran amarnos. "El único dolor que destruye más que el hierro es la injusticia que procede de nuestros familiares," dicen los árabes. Es una pena gastar las energías en enfados, recelos, rencores o desesperación; y quizá es más triste aún cuando una persona se endurece para no sufrir más.
¿Cómo podemos evitar este choque entre las culturas y mentalidades que parece caracterizar cada vez más claramente nuestra vida? En los últimos años —y especialmente a partir del 11 de septiembre de 2001— se han dado muchas respuestas muy variadas a este interrogante. De especial importancia es, ciertamente, el diálogo. Pero, ¿somos capaces a transmitir pacíficamente nuestra visión del mundo, y escuchar con atención lo que dicen los demás? O, preguntando de modo más radical: ¿tenemos realmente convicciones propias? ¿Hemos encontrado nuestra identidad? Es un hecho conocido que nadie puede dar (a conocer) lo que no tiene.
I. DIFICULTADES PARA EL DIÁLOGO
Somos libres para pensar por cuenta propia. Pero apenas tenemos el valor de hacerlo de verdad. Estamos más bien acostumbrados a repetir lo que dicen los periódicos y revistas, la televisión, la radio, lo que leemos en internet o lo aseverado por alguna persona, más o menos interesante, con la que nos cruzamos por la calle. Hoy en día, en muchos países parece que ha desaparecido la autoridad que dicta los pensamientos, la censura. Pero lo que hallamos en realidad, es que aquella autoridad ha cambiado su modo de obrar: no se vale de la coerción sino tan sólo de una blanda persuasión. Se ha hecho invisible, anónima, y se disfraza de normalidad, sentido común u opinión pública. No pide otra cosa que hacer lo que todos hacen.
¿Resistimos a los tiroteos constantes de este "enemigo invisible"? ¿Hemos aprendido a ejercer nuestra facultad para discurrir y discernir? Pensar no sólo es un juego divertido; es ante todo una exigencia de nuestra naturaleza. No deberíamos cerrar voluntariamente los ojos a la luz, sino todo lo contrario: tendríamos que entusiasmarnos con la realidad que nos rodea, y buscar respuestas a las cuestiones grandes y pequeñas que nos plantea la propia existencia.
Sufrir un ajetreo continuo
Sin embargo, nuestra vida se ha convertido, en muchos sentidos, en un ajetreo continuo. Muchas personas sufren las consecuencias del estrés o de un cansancio crónico. La dureza de la vida profesional, y también las exigencias exageradas de la industria del ocio, traen consigo unas obligaciones excesivas, así que lo único que se desea por la noche es descansar, distraerse de los problemas cotidianos, y no esforzarse nada más. Todo esto puede llevar a una cierta "enajenación" psicológica y espiritual, a la superficialidad de una persona que vive sólo en el momento, para las cosas inmediatas. En nuestra sociedad de bienestar tan saciada, con frecuencia, resulta muy difícil detenernos a reflexionar. Y resulta todavía más difícil hablar en serio con otra persona. ¿Cómo se puede transmitir las propias convicciones si no se tiene ningunas?
Huir en el mundo virtual
Con frecuencia, conocemos mejor a los protagonistas de una determinada serie televisiva que a nuestros vecinos más cercanos; escribimos mails a nuestros colegas de las oficinas al lado, en vez de mirarlos en la cara. Aparte del internet, la televisión es actualmente, sin duda, la fuente principal de información y deformación. Consumimos noticias de todo el mundo, talkshows y películas sin parar. No son pocas las casas en las que la televisión está encendida todo el día, incluso durante las comidas. Esto, obviamente, dificulta la conversación. Hay estudios que dicen, en sus conclusiones, que los niños europeos ven una media de cuatro horas diarias de televisión. En Estados Unidos, parece que ven todavía más, hasta seis horas al día, según las investigaciones del especialista Milton Chen, de San Francisco. Así cuando un chico empieza la enseñanza media, ha visto 18.000 horas de televisión y ha pasado 13.000 horas en la escuela. Su cabeza está llena de imágenes.
Pero incluso el más ávido telespectador se ve apartado, de vez en cuando, de su pantalla, y tiene que enfrentarse con la realidad de la vida cotidiana. Entonces se encuentra inmerso en un mundo inevitablemente menos emocionante que aquél de las imágenes. La vida diaria puede resultar lenta y aburrida; normalmente no es tan dinámica como una película. Es comprensible que se pueda tener ganas de huir, volver cuanto antes al mundo fantástico de la televisión, y no se quiera salir de él. Así, la televisión puede llegar a ser una droga. Somos nosotros los que hacemos de ella una de las múltiples "drogas electrónicas". Hace pensar que exista también la televisión tamaño-casete que se puede llevar en un transporte público, para no estar solo consigo mismo, ni quince minutos.
Tener un exceso de información
Un exceso de información puede ser otro gran impedimento para pensar. Vivimos en la era de los medios de comunicación de masas. Recibimos una inmensa cantidad de información. Quien intenta acceder inmediatamente a toda la información de los cinco continentes, quien no se pierde ninguna tertulia televisiva, ningún chat ni comentario político, o suele ver una película tras otra, puede convertirse en una especie de robot. Con frecuencia no tenemos ni tiempo, ni fuerzas suficientes para asimilar toda la información recibida. Además, absorbemos inconscientemente muchos miles de datos, cuando, por ejemplo, nos paseamos por el centro de una ciudad.
II. EN BUSCA DE SOLUCIONES PRUDENTES
¿Cómo actuar en esta situación? Hay una pequeña anécdota ilustrativa que se cuenta de la escritora alemana Ida Friederike Görres. Una vez, en los años cincuenta del siglo pasado, le preguntaron qué hacía para tener siempre ideas tan originales y saber juzgar con tanta claridad la situación de la sociedad. Respondió: "No leo ningún periódico. Así puedo concentrar mis fuerzas. De lo importante ya me enteraré de todas maneras" Naturalmente, esta postura es muy discutible y, en principio, no es digna de imitación. Pero sí puede invitarnos a reflexionar. Hoy, varias décadas más tarde, se ha multiplicado enormemente el volumen de la información que recibimos cada día, a la vez que se ha especializado. Los conocimientos de la humanidad se duplican cada cuatro años [1]. Será difícil para una persona llegar a tener convicciones propias sin una cierta "actitud distante" con respecto a los medios de información. El escritor ruso Dostoievski afirma: "Estar solo de vez en cuando, es más necesario para una persona normal que comer y beber" [2].
Evitar posturas defensivas
Es comprensible que algunas personas adopten una postura defensiva: prohíben a sus hijos ver la televisión, o ni siquiera quieren tener un aparato en su propia casa. Este planteamiento radical puede ser enriquecedor para la vida de familia y la propia cultura [3]. Sin embargo, no parece que sea el más apropiado para los retos de nuestro tiempo: el proyecto cultural no puede prescindir de la aportación del cine ya que éste asume un papel de primer plano, porque constituye el punto de encuentro entre el mundo de las comunicaciones sociales y otras formas culturales. Con controles y censuras, hoy en día, prácticamente no se consigue nada. Un alumno puede acceder por cable o satélite a todas las informaciones que quiera; puede ver los programas más nocivos en los bares, autobuses o tiendas, en las casas de los amigos o en la propia casa, cuando los padres están fuera (aparte de que casi la mitad de los adolescentes en Occidente tiene su televisión propia). Cuentan de una buena señora que había discutido mucho con sus hijos acerca de una determinada película, llena de escenas de brutalidad y violencia: los hijos querían verla, los padres lo prohibieron. El día en que salió esta película en la televisión, la señora tenía que acompañar a su marido a una cita importante. Como no estaba segura de si los hijos iban a obedecer o no, llevó la televisión consigo en el coche. Y los hijos vieron la película en casa de los vecinos.
No se consigue nada con prohibiciones. La meta no puede ser una simple renuncia. Esto es utópico y poco atractivo. Hace falta un esfuerzo más grande, que consiste en ayudar a los hijos, con argumentos sólidos, a utilizar bien la televisión: a tomar una actitud crítica positiva ante ella y descubrir sus ventajas y desventajas.
La televisión no es un enemigo; no es necesariamente una "caja tonta". Puede ser un buen amigo, un instrumento eficaz al servicio de la cultura y de la educación. Uno de los directores de la televisión alemana suele decir: "La televisión hace a los listos más listos y a los tontos más tontos" [4]. Conviene aprovecharla bien. Para lograrlo, es aconsejable ver junto con los educandos la televisión, y conversar después sobre lo que se ha visto. Así el aparato tan temido por algunos puede convertirse realmente en un "co-educador", en el sentido más pleno de la palabra.
Puede abrir nuevos horizontes y transmitir auténticos valores. Se puede descubrir también la propia responsabilidad por los programas, escribiendo cartas al director, haciendo sesiones de trabajo. De este modo cada uno puede salir del anonimato y de la pasividad, tan propios a la sociedad de consumo. Cada uno puede contribuir a buscar "una televisión con rostro humano": es decir, una televisión a la medida del hombre, y no un hombre a la medida de la televisión.
Adaptarse a la situación actual
En efecto, hace falta dar no sólo a los medios electrónicos, sino a toda la sociedad "un rostro humano". El primer paso para conseguirlo consiste en ser nosotros mismos verdaderamente "humanos", es decir, en vivir a la altura de nuestras posibilidades, esforzarnos por "ser quienes somos" —ni autómatas, ni marionetas— y abrirnos a los demás.
La globalización ha conducido a un gran cambio cultural en muchos ambientes tradicionalmente homogéneos. Pero esto no debe llevarnos al desconcierto. No puede ser que, en algunos círculos conservadores se vean personas preocupadas y agobiadas que añoran tiempos pasados. Pues una de las características fundamentales del mundo es su constante hacerse. Vivimos hoy de un modo distinto al que se vivía hace veinte, cincuenta o quinientos años. Nuestro tiempo no es un camino exterior por el que corremos, nuestro tiempo somos nosotros: es nuestro modo de ser y de ver la realidad, es nuestra mentalidad, son las experiencias que hemos tenido y la formación que hemos recibido, son nuestras sensibilidades y nuestros gustos y todas nuestras relaciones humanas.
Quien quiere influir en el presente, tiene que tener una actitud positiva hacia el mundo en que vive. No debe mirar al pasado, con nostalgia y resignación, sino que ha de adoptar una actitud positiva ante el momento histórico concreto: debería estar a la altura de los nuevos acontecimientos, que marcan sus alegrías y preocupaciones, sus ilusiones y decepciones, y todo su estilo de vida. "En toda la historia del mundo hay una única hora importante, que es la presente," dice Dietrich Bonhoeffer [5]. Los cambios de mentalidad invitan a exponer las propias convicciones de un modo distinto que antes, para que puedan comprenderlas también aquellos que no los comparten. A este respecto comenta un escritor español: "Naturalmente, yo no estoy dispuesto a modificar mis ideas por mucho que los tiempos cambien. Pero estoy dispuesto a poner todas las formulaciones externas a la altura de mis tiempos, por simple amor a mis ideas y a mis hermanos, ya que si hablo con un lenguaje muerto o un enfoque superado, estaré enterrando mis ideas y sin comunicarme con nadie" [6].
Abrirse al mundo
Cualquier persona, por erróneos que nos parezcan sus planteamientos, participa de alguna manera de la verdad: lo bueno puede existir sin mezcla de lo malo; pero no existe lo malo sin mezcla de lo bueno [7]. Por tanto, podemos aprender de todos. Si queremos comprender nuestro mundo, hemos de ampliar continuamente nuestro horizonte, profundizar en la verdad que hemos alcanzado, y buscarla allí donde puede encontrarse, esto es, en todas partes. En otras palabras, debemos estar dispuestos al diálogo, especialmente con aquellos que son distintos a nosotros.
Esta actitud —aparte de contribuir al bienestar de los demás (que se sienten apreciados)— facilita también el propio crecimiento. La situación es comparable a la de una persona que vive algún tiempo en el extranjero. Cuando vuelve al propio país, se da cuenta de que ha aprendido mucho: ve lo mismo de siempre, pero lo ve con otros ojos; puede distinguir ahora mejor entre lo esencial y lo accidental y ha adquirido cierta flexibilidad para adaptarse a nuevas situaciones. Por esta razón, en muchas empresas se prefiere dar el empleo a personas que tengan "experiencia en el exterior"; e incluso, muchas veces da lo mismo en qué país han vivido. Lo importante es que hayan estado fuera de su patria y hayan regresado.
III. CARACTERÍSTICAS DEL DIÁLOGO
Un diálogo no es una simple conversación, sino que es un encuentro entre dos (o varias) personas en un clima de amistad. Es una conversación hecha con un espíritu de apertura, comprensión y "benevolencia", en la que cada uno se muestra al otro tal como es y acepta al otro tal como es. Así, cada uno se enriquece con la parte de la verdad que viene del otro, y sabe integrarla armónicamente en su propia visión del mundo.
Un clima de amistad
En ocasiones, nos comportamos de un modo poco natural: nos cerramos ante los demás. En nuestra cultura aprendemos pronto a ser "fuertes" y a "defendernos" en la selva de la vida. La vulnerabilidad es peligrosa y por tanto prohibida. Tendemos a esconder sutilmente nuestras sombras y nuestros miedos, nuestras necesidades y debilidades. Algunos consiguen con este comportamiento un determinado reconocimiento social, pero pagan por ello un gran precio: niegan su propia humanidad, y renuncian a una vida en libertad.
Si una persona se esconde detrás de una muralla gruesa, no está ni en contacto consigo misma, ni tampoco le será posible entrar en contacto con otros. Para lograrlo, es indispensable "desarmarse", aceptar que soy vulnerable, reconocer los propios bloqueos, fisuras y deficiencias.
Quien ha encontrado su identidad, es una persona fuerte. No necesita ofender al otro para mostrar la propia superioridad. Es sereno, pacífico y generoso. Y cuanto más firmes son las propias convicciones, más flexible y acogedora puede ser la persona. Es como un árbol con raíces profundas, que da sombra, apoyo y alivio a quien lo busque.
Cuando se empieza a dialogar, cada uno debe ver lo bueno en el otro, según aconseja la sabiduría popular: "Si quieres que los otros sean buenos, trátales como si ya lo fuesen." Donde reina el amor, no hace falta cerrarse por miedo de ser herido. Por esto, es tan importante mostrar simpatía y cariño, si queremos entrar en contacto con los demás. Amar no consiste simplemente en hacer cosas para alguien, sino en confiar en la vida que hay en él. Consiste en comprender al otro con sus reacciones más o menos oportunas, sus miedos y sus esperanzas. Es hacerle descubrir que es único y es digno de atención, es ayudarle a aceptar su propio valor, su propia belleza, la luz oculta en él, el sentido de su existencia. Y consiste en manifestar al otro la alegría de estar a su lado.
Si una persona experimenta que es amada por lo que es, sin necesidad alguna de mostrarse competente o interesante, se siente segura en presencia del otro; desaparecen las máscaras y las barreras tras las que se ha escondido. Ya no hace falta ni demostrar ni retener nada; ya no hace falta protegerse. Cuando alguien adquiere la libertad de ser él mismo, se vuelve amable. Surge en él una vida nueva que le da una sana autonomía.
Conocer al otro
Para poder amar, hay que conocer. A veces, tenemos ideas bastante desfiguradas acerca de las tradiciones y costumbres de los ciudadanos extranjeros, y hacemos juicios injustos sobre sus planes e intenciones. En ocasiones, ignoramos completamente las razones que los mueven. Así, podemos inconscientemente y por falta de conocimientos contristar e incluso herirlos. Por ejemplo, la abstención de ciertos alimentos —en el caso de los musulmanes o judíos— puede parecernos caprichosa, si no consideramos la motivación religiosa que está en el fondo de este comportamiento.
Conviene tener en cuenta la disposición de ánimo de los demás, saber lo que quieren y lo que rechazan. Por eso es preciso estudiar su historia y cultura, su religión y vida espiritual, y hasta la psicología de su pueblo. ¿Conocemos todo lo que hay de bello y precioso en las otras culturas?
Pero para comprender a otra persona, necesitamos más que un conocimiento meramente libresco. Hace falta un conocimiento por simpatía, que llega más lejos que cualquier teoría, por muy acertada que sea: una madre conoce, ordinariamente, mejor a su hijo que un grupo de pedagogos.
El conocimiento por simpatía se logra en la convivencia, en el trato directo, en la mutua colaboración. En Alemania, durante varios siglos, los cristianos católicos y los evangélicos solían vivir en regiones distintas, frecuentar colegios diversos, eran muy pocos los matrimonios entre personas de distinta confesión y, en general, evitaban cualquier contacto personal. Así, unos construían de otros una imagen cada vez más falsa y menos acorde con las exigencias mínimas de la justicia. Pero cuando, durante la Segunda Guerra Mundial, los "hermanos separados" se encontraban de repente juntos en los campos de concentración del "Tercer Reich", luchando por la misma causa y dispuestos a morir —conjuntamente- por su fe en Jesucristo, entonces "comenzó el ecumenismo en Alemania" [8]. Los católicos y los evangélicos descubrieron que tenían mucho en común, empezaron a apreciarse mutuamente y, favorecidos por los grandes desplazamientos de población después de esta horrible guerra —las expatriaciones y traslados forzados-, se pusieron a trabajar juntos. El encuentro existencial entre ellos les había revelado la falsedad de muchos de sus esquemas mentales.
Respetar al otro
El hecho de ser distintos constituye una gran riqueza y es, en principio, una fuente de aprendizaje continuo. Las diferencias no pueden ser negadas; no necesitan ser niveladas. Cada hombre es original y tiene el pleno derecho a serlo. Se ha llegado a decir que la capacidad de reconocer diferencias es por antonomasia la regla que indica el grado de cultura e inteligencia del ser humano. En este contexto podemos recordar un antiguo proverbio chino, según el cual "la sabiduría comienza perdonándole al prójimo el ser diferente." No es una armonía uniforme, sino una tensión sana entre los respectivos polos la que hace la vida interesante, le da profundidad y anchura, le da color y relieve.
Actualmente, tenemos un convencimiento más firme que en otras épocas de que cada hombre tiene el derecho de ser él mismo el protagonista de su vida; goza de una honda libertad para decidir su destino (que puede considerarse el núcleo de su intimidad). No podemos, bajo ningún pretexto, destruir ese espacio íntimo. Es esto lo que se intenta cuando se impide a alguien vivir según sus convicciones más profundas. Puede ser que esta persona realice objetivamente un mal, pero si lo hace "libremente" y siguiendo su luz interior, es mejor que cuando hace un bien de un modo forzado [9].
Esta actitud de profundo respeto lo manifestó, por ejemplo, el último rey polaco de la estirpe de los Jajhelloni. En los tiempos en que en Occidente tenían lugar los procesos de la Inquisición y se encendían hogueras para los herejes, este rey dio pruebas de la tolerancia cuando aseguró a sus súbditos: "No soy rey de vuestras conciencias" [10].
Por otro lado, hay que tener en cuenta que la actitud de respeto es más que mera tolerancia. Mientras la tolerancia proporciona solamente el margen (necesario) para una convivencia posible entre los hombres, el respeto apunta a la relación misma entre ellos y al desafío que supone la vida de uno para los demás. El hecho de que "la verdad se conoce por la fuerza de la misma verdad", no significa sólo la descalificación de todos los actos contrarios a la libertad y al aprecio de las decisiones del otro. Implica igualmente la responsabilidad, para todas las personas, de buscar el sentido completo de la existencia, cada una en la medida de sus posibilidades individuales.
Pero en lo relativo a los demás, el primer deber consiste en respetar las decisiones que ellos toman acerca de su vida. No debemos reprocharnos mutuamente estrechez de ánimo, hipocresía o una intencionalidad poco noble. No debemos poner etiquetas ni clasificar a nadie.
Sólo cuando uno trata de comprender al otro, se puede crear un clima de confianza. Y sólo cuando uno se muestra abierto hacia las personas que piensan de modo distinto, que hablan otras lenguas, que creen, piensan y actúan de modo diferente, se puede preparar un acercamiento mutuo. La delicadeza se refleja, no en último lugar, en el vocabulario. Lleva a eliminar palabras, juicios y actos que no sean conformes, según justicia y verdad, a la condición de los demás, y que, por tanto, pueden hacer más difíciles las mutuas relaciones con ellos.
Es conocido el extraordinario respeto que mostraba Tomás de Aquino hacia sus adversarios. Incluso cuando este gran filósofo de la Edad Media estaba completamente en desacuerdo con alguien, explicaba la idea contraria con los términos más favorables, claros y objetivos que le fuera posible, procurando no distorsionar el argumento con el fin de facilitar la prevalencia de su propia posición. En ocasiones demostraba tal imparcialidad a la hora de formular las posturas de los demás que las hacía parecer razonables y posibles; incluso, a veces, exponía las teorías con más convicción que sus instigadores [11].
Dar a conocer la propia identidad
Una persona que actúa según esta espiritualidad de diálogo, intenta dar a conocer todo lo que piensa, con claridad y suavidad, y adaptado a las circunstancias de cada caso. No busca compromisos baratos, sabiendo que no hay nada tan ajeno a la paz como una actitud relativista o indiferente ante la verdad. Por lo contrario, quiere hacer participar a los demás de las soluciones que ha encontrado.
Asimismo, para ganar en sinceridad en cualquier relación humana, es conveniente y necesario, dar a conocer la propia identidad. El otro quiere saber quién soy yo, y yo quiero saber quién es él. Si hacemos amistad con una persona de otra raza o nación, otro partido político o confesión religiosa, nos interesa realmente lo que piensa y cree. Si reprimimos las diferencias y nos acostumbramos a callarlo todo, previa conformidad tácita, tal vez podamos gozar durante algún tiempo de una armonía aparente. Pero en el fondo, nos moveríamos en un ambiente de confusión. No nos aceptaríamos mutuamente tal como somos en realidad, y nuestra relación se tornaría cada vez más superficial, más decepcionante, hasta que, antes o después, se rompería. En cambio, cuando seguimos cada uno fielmente nuestras propias convicciones, puede parecer, en ciertas circunstancias, que tenemos poco en común, que estamos bastante alejados los unos de los otros. Pero interiormente nos parecemos mucho más que cuando nos juntamos en acuerdos superficiales y dejamos de lado la pregunta por la verdad. Si cada uno sigue su propia luz interior, nos encontramos unidos en lo más hondo de nuestro ser. Tenemos la misma actitud fundamental que es la fidelidad a la propia conciencia. Existe entre nosotros una unidad no plenamente visible, pero sumamente real. Es tan real como la amistad que nos une.
Enriquecerse mutuamente
El diálogo consiste en dar y recibir; significa que ambas partes se escuchan atentamente, con ánimos de aprender, ya que "en todo comentario serio de un oponente se expresa una de las muchas facetas de la realidad" [12].
Es preciso distinguir entre lo fundamental (en lo que no podemos ceder sin cambiar nuestra identidad) y lo accidental (en lo que caben muchas opiniones distintas). El tener una sola postura, en cosas accidentales, es propio de ideologías. John Henry Newman comenta al respecto: "Siempre ha habido posturas diferentes... (en la vida intelectual y espiritual), y siempre las habrá. Si se terminaran para siempre, sería porque habría cesado toda vida espiritual e intelectual" [13]. Y Kierkegaard afirma que una persona se convierte en aburguesada, si absolutiza las cosas relativas [14].
Es enriquecedor conocer los pensamientos de los otros. Así se pueden corregir algunas posturas propias que tal vez se han vuelto exageradamente rígidas. En este sentido advierte San Agustín: "Que ninguno de nosotros diga que ya ha encontrado la verdad. Vamos a buscarla de tal manera, como si fuera desconocida para los dos. Entonces podemos buscarla con suma diligencia y caridad. Para ello es necesario que nadie piense arrogantemente que ya ha encontrado la verdad" [15].
Así, al final de un diálogo, nunca habrá un vencido y un vencedor; en el mejor de los casos encontraremos a dos (convencidos por la verdad).
Nota final
El diálogo nos exige buscar la propia identidad y superar aversiones y polémicas. Es un camino hacia la madurez y la paz. No siempre es fácil, pero nos ayuda a abrir las puertas (en vez de cerrar las fronteras) y a ver lo bueno en los demás (en vez de reprocharles su modo de ser diferentes). Aunque se producirán malentendidos y sufriremos decepciones, mientras los hombres vivan sobre la tierra, a través del diálogo podemos acercarnos, siempre de nuevo, al otro. Por esto es tan importante educar en el arte de practicarlo.
Notas
[1] Cf. P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, Lahr/Schwarzwald 2005, p.119.
[2] F. M. DOSTOIEVSKI, cit. en Anselm GRÜN, 50 Engel für das Jahr, Freiburg-Basel-Wien 2000, p.53.
[3] Así, por ejemplo, Tonino GUERRA, el "poeta" que inspiraba al gran director de cine Federico Fellini, lanzó hace algún tiempo una provocación atrevida: "Apaguemos todos los televisores durante un año, verán cómo los valores, la fantasía y la espiritualidad renacerán en el corazón de todos." Cf. Las sanas provocaciones del Festival del Cine Espiritual, Agencia internacional "Zenit", 19-XI-1998.
[4] H. GIESECKE, Wozu ist die Schule da? Die neue Rolle von Eltern und Lehrern, 2ª ed. Stuttgart 1997, p.38.
[5] D. BONHOEFFER, Predigten, Auslegungen, Meditationen I, 1984, pp.196-202.
[6] J.L. MARTÍN DESCALZO, Razones para la alegría, 8ª ed., Madrid 1988, p.42.
[7] TOMÁS DE AQUINO, Summa theologiae I-IIae q.109, a.1, ad 1.
[8] W. KASPER, Ein Herr, ein Glaube, eine Taufe, en "Stimmen der Zeit" (2002/2), p.75.
[9] Cf. R. BUTTIGLIONE: Zur Philosophie von Karol Wojtyla, en Johannes Paul II., Zeuge des Evangeliums, ed. por St. HORN y A. RIEBEL, Würzburg 1999, pp.36 y39.
[10] JUAN PABLO II, Cruzando el umbral de la Esperanza, Barcelona 1994, p.160.
[11] Cf. J.PIEPER, Guide to Thomas Aquinas, Notre Dame/Indiana 1987, p.77.
[12] Ibid., pp. 83s.
[13] J. H. NEWMAN, cit. por J. L. MARTÍN DESCALZO, Razones para el amor, Madrid 1991, p.47.
[14] S. KIERKEGAARD, cit. en P. HAHNE, Schluss mit lustig. Das Ende der Spassgesellschaft, cit., p.73. 15 SAN AGUSTÍN, Contra epistolam quam vocant fundamenti, Corpus Scriptorum Ecclesiasticorum Latinorum 25, 195.
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