viernes, 14 de marzo de 2008

Soledad y Sociedad

Por Jaime Nubiola
Universidad de Navarra www.unav.es

Sociedad y soledad es el título del
memorable libro de ensayos que el pensador
norteamericano Ralph Waldo Emerson publicó en
1870, cinco años después de la Guerra Civil, como
su colaboración a la ingente tarea de
reconstrucción nacional. Fue un libro de gran
éxito en su tiempo. Se tradujo al castellano
hacia 1915, pero no ha sido reimpreso luego y hoy
en día sólo está accesible en inglés. La fuerza
de su título se encuentra, por supuesto, en la
conjunción copulativa "y" que une esos dos
elementos opuestos que todos llevamos dentro: las
ansias de estar con los demás, de comunicarnos,
de colaborar y el íntimo anhelo de soledad y de
paz. "La soledad sola, sin recurso a la sociedad,
-ha escrito Callaway en su reciente edición de
Society and Solitude- magnifica todas las
diferencias y amenaza con la pérdida del contexto
más amplio que fija los problemas del individuo y
sus objetivos, y los hace inteligibles. (...) La
sociedad es el correctivo de los dogmatismos de
la soledad".

El filósofo británico Ray Monk ha
centrado su autorizada biografía de Bertrand
Russell precisamente en la permanente tensión
entre los conflictos que inevitablemente genera
la convivencia y el temor a enloquecer que tantas
veces acompaña a la soledad. A todos se nos ha
encogido el corazón cuando en las calles de las
grandes ciudades nos topamos con hombres o
mujeres que, sin estar borrachos ni llevar el
teléfono móvil, van hablando en voz alta. Se
sienten solos y tratan de conjurar su soledad
hablando a gritos con los viandantes o con sus
imaginarios interlocutores. Todos necesitamos un
saludable equilibrio entre sociedad y soledad. Si
hubiera que escoger entre una de las dos, Emerson
elegiría la soledad, pero me parece a mí que es
mejor, más humano y más razonable, elegir la
sociedad, la convivencia con los demás. Esto es
lo que quiero apuntar en estas líneas
apresuradas, sugiriendo también algunas pautas
concretas como la de aprender a escuchar.


1. El peligro de la soledad

"La soledad vivifica, el aislamiento
mata", escribió el abate Joseph Roux en 1886. El
peligro no es la soledad, sino el aislamiento, el
encerrarse uno sobre sí mismo, quizá como
consecuencia de las heridas recibidas en el trato
con los demás. No es infrecuente en el ámbito
profesional encontrarse con personas "quemadas";
tienen -se dice ahora- el síndrome del burn-out.
Se trata de ordinario de personas brillantes, que
intentaron su trabajo cambiar el mundo, pero que
con el paso de los años se han venido abajo,
quizá sobre todo por la falta de reconocimiento
de su esfuerzo. Algo parecido ocurre en las
familias y en todo tipo de comunidades y
organizaciones sociales.

Necesitamos crear entornos domésticos y
laborales en los que sea posible la actividad
individual, pero en los que haya también
abundante comunicación, puesta en común, trabajo
en equipo. Ya hace muchos siglos escribió
Aristóteles que "no es fácil en soledad estar
continuamente activo; en cambio es más fácil con
otros y respecto a otros". A veces quienes se
creen náufragos, solitarios y aislados, se
consuelan con la idea de que esa soledad les hace
más libres, pero se trata de un error, pues de
ordinario el aislamiento es totalmente estéril.
Lo que necesitamos no es aislarnos, sino más bien
un espacio físico que permita una cierta soledad
a la hora de trabajar, de rezar, de encontrarnos
con nosotros mismos. La actividad más solitaria
es probablemente la escritura, pero -al menos
para mí- se trata de una actividad eminentemente
comunicativa y quizá por eso se parezca mucho a
la oración. Me impresionó hace algunos años el
comentario de Jiménez Lozano: "Maurice Blanchot,
glosando a Kafka, dice que escribir es una forma
de oración. Y lo es. O, si no, es cacareo".

No me resisto a copiar una historia
sencilla que me hizo llegar una filósofa mexicana
y que lleva el título "Más cerca". Dice lo
siguiente:

Había sólo un colegio para varios pueblos
de aquellas selvas. Y no había carreteras. Tanto
los alumnos como los profesores venían andando
por los cuatro punto cardinales. Uno de los
maestros notó que su nuevo compañero, en lugar de
ir directamente a casa al acabar las clases, se
adentraba en el bosque procurando no llamar la
atención. Intrigado, decidió seguirlo de lejos un
día.

Había una piedra plana en un claro del
bosque. Sobre ella estaba sentado, con las manos
sobre sus rodillas, los ojos cerrados y la cabeza
un poco inclinada. Era obvio que estaba rezando.

Al día siguiente, en un descanso, lo llamó aparte y le dijo:

- Tengo que confesar que sentí curiosidad por tus
"escapadas" al bosque, y ayer te seguí al acabar
el colegio, y vi lo que hacías.

- Ah, bueno, -respondió el otro-. Sí, me gusta
pasar un poco de tiempo tranquilo y en paz con
Dios.

- ¿Y hace falta esconderse en un bosque para eso?

- Bueno, allí puedo encontrar a Dios.

- Pero, ¿es que Dios no puede encontrarse en
cualquier sitio? Donde quiera que vayamos, Dios
es el mismo.

- Dios es el mismo, claro, pero yo no.

La historia sencilla ilustra bien acerca
de la búsqueda de esa soledad que vivifica. Todos
necesitamos ese espacio interior en el que
llegamos a ser nosotros mismos. "Toda la
desgracia de los hombres -escribió Pascal- viene
de una sola cosa: el no saber quedarse solos en
su habitación".


2. En favor de la sociedad

Me impresiona ver a personas
-supuestamente inteligentes- que se aíslan de los
demás escuchando de modo habitual su música
favorita en el ipod. Parece otra forma de
conjurar el miedo a la soledad; es una coraza
ruidosa que evita comunicarse y ayuda también a
eludir cualquier inquietud interior. Lo mismo
puede decirse de quienes vuelcan su atención
obsesivamente en los videojuegos, la televisión o
los diversos artilugios que la tecnología ha
desarrollado en el último siglo para enmascarar
la soledad. Todos esos inventos no son más que
una forma de anestesia: cuando se aprieta el
botón de off vuelve a reaparecer la dolorosa
sensación de soledad.

Convivir no es tarea fácil. Cuántos hay
que viven como extraños a pesar de compartir una
misma casa, un mismo ámbito de trabajo o un medio
de locomoción. Para que sea una actividad
genuinamente humana, convivir implica ante todo
una apertura afectuosa a los demás, a quererlos y
a no tener miedo a expresarles de la manera
adecuada en cada caso nuestro afecto. El saludo
educado, la sonrisa amable y la mirada limpia son
las primeras formas de comunicación que no hay
que dar nunca por supuestas. Son esenciales para
crear un espacio familiar allí donde nos
encontremos. Así estamos hechos los seres
humanos: en cuanto establecemos lazos afectuosos
con quienes están a nuestro alrededor nos
sentimos a gusto, nos sentimos en cierto sentido
como en casa porque nos sentimos valorados y
queridos en nuestra singularidad personal.

Defender la cordialidad en nuestra
apertura a los demás no significa desconocer los
problemas que efectivamente afligen a la
convivencia humana. Al contrario, quienes
defienden el respeto, la amabilidad e incluso la
ternura como pautas de nuestras relaciones
sociales lo hacen porque saben que sólo mediante
esa conducta es posible transformar aquellos
ámbitos en los que predominan la violencia, la
explotación o el mutuo desprecio. Los demás
tienen también problemas y por eso actúan como lo
hacen, a veces agresivamente, pero con
inteligencia -¡hablando!- y con corazón
-¡queriendo!- pueden cambiarse muchas actitudes
personales. Hace falta una buena dosis de
valentía personal, sin atemorizarse por el hecho
de que en algunas ocasiones hayamos salido
malheridos en el trato con los demás. Quien así
actúa se hace efectivamente vulnerable, pero sólo
así somos felices los seres humanos. "La soledad
-ha escrito Nieves García- muere cuando nace el
amor. Un ser humano -añade- no es un problema
para otro, es una oportunidad para crecer en la
humanidad".


3. Aprender a escuchar

Sobre mi mesa de trabajo tengo
discretamente situado un pequeño calendario de
cartulina con un simpático dibujo y unas
palabras: "El que sabe escuchar sabe comprender".
Cuando me impaciento con alguna visita inoportuna
suelo echarle una ojeada y tomar así ánimos para
seguir escuchando con atención. Me parece a mí
que para vivir a gusto en sociedad, esto es, para
llegar a querer realmente a los demás, hace falta
aprender a escuchar.

Vivimos en un entorno muy ruidoso por
fuera y con muchas prisas por dentro, que hace
realmente difícil que nos prestemos mutuamente
atención. Hablamos con voz fuerte, nos movemos
con rapidez, decimos a unos y a otros lo que
tienen que hacer, pero a menudo somos incapaces
de escucharnos realmente y, por tanto, de
comprendernos. Quienes se han dado cuenta de esta
situación, que tanto afecta a la comunicación en
la empresa, se han apresurado a organizar cursos
para persuadir a empresarios y directivos que
necesitan aprender a escuchar para ser verdaderos
líderes en sus empresas. De modo semejante,
abundan los cursos en los que se pretende
adiestrar a vendedores y comerciales en las
técnicas de la escucha al cliente para que
lleguen a hacerse cargo realmente de sus
necesidades.

Pero, más que una técnica que pueda
dominarse, escuchar es sobre todo una actitud que
se aprende cuando se vive en un espacio humano en
el que hay afecto. Se trata de una actitud que
comienza en el ámbito personal y familiar, y
atraviesa todos los niveles de la acción humana.
A veces la comunicación se cuartea mediante
silencios que parecen de plomo. En casi todas las
familias o en muchas empresas hay personas que
durante largos años "no se hablan", aunque sean
hermanos, vivan en la misma escalera, trabajen en
un mismo departamento o tengan intereses afines.
Independientemente de las circunstancias
concretas que en cada caso hayan originado esa
lamentable situación -una herencia, una
rivalidad-, la manera más efectiva de entenderla
es advertir que han cancelado la disposición a
escucharse y a aprender uno de otro. Sólo escucha
quien está dispuesto a cambiar, quien está
dispuesto a rectificar, quien está dispuesto a
pedir perdón, a decir "me he equivocado". Como ha
escrito Bollnow, para poder escuchar hay que
renunciar a la seguridad de la propia opinión y
ponerse en duda uno mismo sin ningún reparo.

Comprender a los demás es muy difícil.
Requiere el empeño por resistir a la
superficialidad y a la vanidad, pero sobre todo
requiere hacerse cargo de lo que a los demás les
pasa, aunque muchas veces ni siquiera sean
capaces de decirlo y lo expresen sólo con su
presencia, con su ilusión o con su desánimo. Para
poder comprender a otra persona es preciso
reconocer que aprendemos de ella. Al menos, como
escribió la Madre Teresa de Calcuta, "estar con
alguien, escucharle sin mirar el reloj y sin
esperar resultados nos enseña algo sobre el
amor". Efectivamente, para poder escuchar es
preciso no mirar el reloj, no tener prisa por
dentro, tener paciencia. "La paciencia -escribió
lúcidamente el teólogo von Balthasar- es el amor
que se hace tiempo".

Aprender a escuchar es, en primer lugar,
aprender a tener paciencia, a dejarse llenar por
lo que dice la otra persona, sin distraernos con
lo que le vamos a contestar. Pero además, si
pensamos que cada persona singular tiene valor
por sí misma, es natural reconocerla -aunque eso
cueste bastante en la práctica- como una
autoridad acerca de su propio punto de vista o al
menos como un insustituible testigo presencial de
su personal experiencia.


Quien se aísla, quien elige la soledad,
es porque ha renunciado a cambiar, ha bloqueado
su capacidad de aprender. Elegir la sociedad
genera, por supuesto, problemas, pero es también
una maravillosa fuente de gozo, de alegría y de
amistad. En su ensayo R. W. Emerson recomienda
mantener la cabeza en soledad y las manos en
sociedad, conservar la personal independencia en
la inevitable convivencia social. Sin embargo,
entre la cabeza y las manos está el corazón que
les da la vida a la una y a las otras. Si
elegimos con el corazón descubriremos en la
convivencia con los demás -en la dependencia de
los demás- la fuente de nuestro crecimiento
personal y de nuestra felicidad.